La idea errónea, que ha envenenado la vida social y ha desnaturalizado a la democracia, es que la política -sus actores y episodios- deberían monopolizar la atención de los medios de comunicación y de la gente. Esa tesis equivocada induce a creer que la política debería ser el tema de conversación, el debate exclusivo, el único asunto de preocupación de ese raro espécimen que se llama “ciudadano”, y que, antes que persona, es voto, materia prima del poder.
Tras de esa idea, y animando semejante práctica, no está, en realidad, solo la sana preocupación por los asuntos públicos, ni la genuina inducción a la participación democrática. Está la politización integral de la sociedad. Está, de parte de algunos, el propósito de alcanzar la movilización permanente, la militancia perpetua. Está la idea de secuestrar sistemáticamente los intereses de la población y dirigirlos exclusivamente hacia el punto focal del poder.
De ese modo, con la complicidad inconsciente de algunos medios de comunicación, académicos despistados, “opinadores” acuciosos y más malabaristas empeñados en trepar a cómo de lugar, se logra la domesticación de la masa y la renuncia a todo interés distinto. Y se afianza la idea tonta de que quien no se ocupa de la política, no debería escribir, ni se debería hablar de los innumerables asuntos que enriquecen la vida, que orientan el interés de la gente, o que ponen de relieve el espacio en que se vive, el vecindario que se comparte, la ciudad que se sufre, el paisaje que nos circunda. En ese proceso de empobrecimiento estamos metidos y comprometidos todos, obedientes a la corriente del río, sumisos al afán de popularidad.
Contra tan nociva tendencia, que secuestra la autonomía de la gente, que la domestica, que enajena el pensamiento, y que nos pone a bailar a todos al ritmo que marca el poder, yo me atrevo a proponer que, en ejercicio de la dignidad, e incluso a riesgo de romper el síndrome de la popularidad que buscan todos los que persiguen a la política, empecemos a ocuparnos de temas mejores; que intentemos ennoblecer la opinión y poner en primer plano lo que de verdad es el país: su gente, los procesos que no vemos, los cambios sociales que no se advierten, los riegos junto a los cuales vivimos, el paisaje que la contaminación nos niega, la prisa que conspira contra la vida.
Frente tan nociva tendencia, pienso que la gente merece mejores escenarios, y creo que quienes tenemos el privilegio de mantener una columna, o un espacio de opinión, estamos obligados a salir, al menos ocasionalmente, del círculo vicioso de la espectacularidad electoral, que ha reducido la democracia a un escenario de oropeles viejos, discursos vacuos, paredes pintadas y spots televisivos de factura lamentable.
Una forma de honrar a la República es, paradójicamente, darle las espaldas a la esterilidad política y a la mediocridad que nos agobia.