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Ante el mausoleo de su hermano, Raúl Castro acaba de celebrar 60 años de dominio familiar sobre la isla. Hay que manipular mucho a la gente para que un apellido persista tanto. Contaba Jon Lee Anderson que, para escribir la biografía del Che, se fue a vivir en La Habana con su familia. Un día, su hija chiquita, al volver del campamento de pioneros, le preguntó si sabía lo que era el amor. “No”, replicó el gran cronista. “Amor es lo que siente Fidel por todos los cubanos”.
Pues sí, así es cómo se fabrican los dioses políticos, con un método parecido al de los curas cuando nos decían que Jesucristo nos amaba tanto que murió en la cruz para salvarnos (¿de qué?). Pero los dictadores piden a cambio sumisión. Y como el amor no basta, montan temibles aparatos de vigilancia que instalan el miedo en la inmensa mayoría.
Visité Cuba en 1993. Los rusos se habían marchado y el país estaba en soletas, hundido en esa desesperanza que refleja la ‘Trilogía sucia de La Habana’ de P. J. Gutiérrez. Iba yo a escribir una crónica turística y me trataron muy bien, hasta que acudí a una reunión en la Unión de Escritores. Allí me informaron que daba una charla Denzil Romero, el venezolano que creó una Manuela Sáenz ninfómana. Me preguntaron si me había escandalizado. Nadie es intocable, respondí, pero la novela no funciona porque el exceso de sexo no puede reemplazar la falta de calidad literaria. Un dibujante me invitó a que visitara su taller luego de la reunión. La idea de que podía comprarle algo le puso contento.
Nos sentamos unos seis a una mesa del patio y uno de ellos contó de entrada algo burlón sobre el monumento de Lenin y los rusos. Todos rieron de sus exprotectores y de su ícono calvo, algo que hubiera sido peligroso pocos años antes. “¿Y Fidel?”, pregunté. Las risas se congelaron súbitamente, como si el rector del colegio les hubiese pillado en una travesura. Voltearon a ver al de mayor rango, quien se sintió obligado a hablar. “¿Tú estás diciendo que Fidel no es un personaje histórico”. Al contrario, repliqué, que es tan histórico como Lenin o Manuela y le puede…
No quisieron oír más. El dibujante recordó que tenía una cita médica; otro, que debía entregar un poemario urgente, y así por el estilo. En un minuto ahuecaron la mesa pues nadie quería ser visto con un extranjero que opinaba que a Fidel le podría pasar lo mismo. Las sillas vacías eran el retrato patético de esa política estalinista basada en el endiosamiento del líder, donde los escritores y artistas que debían ser la conciencia crítica actuaban como fieles asustados.
Catorce años después Correa comprobaría que muchos intelectuales ecuatorianos estaban igualmente dispuestos a rendirle pleitesía revolucionaria a cambio de puestos y prebendas. Pero su altar se derrumbó demasiado pronto.