Los rebaños de incondicionales son indispensables en todo poder absoluto y, al igual que los perros guardianes, solo cumplen órdenes.
¿Quién no habrá enfrentado alguna vez en su vida a un furioso can que emitiendo sordos gruñidos amenaza con lanzarse sobre uno? La adrenalina bulle en nuestras venas, un sudor frío baja por las vértebras, el miedo nos paraliza. Si no es un vagabundo perro callejero, es uno de esos perros guardianes que celan la propiedad de su amo. La bestia aceza echado espuma por sus fauces; los dientes afilados; los ojos terribles; las patas poderosas que al correr levantan polvo; los pelos del lomo se erizan y solo su ladrido infunde pánico. Paralizados por el terror no atinamos qué hacer: si permanecer quietos o emprender la carrera con la certeza de que la fiera nos alcanzará.
Cuán cercana a la visión de feroces huestes caninas resulta la presencia de otras jaurías, aún más rabiosas: las fanáticas pandillas de sectarios que sirven a un tirano o medran de una dictadura. Por lo general les mueve una idea fanática inflamada por el resentimiento y el rencor, o el simple deseo de demostrar fidelidad perruna. Vengamos a lo nuestro, recordemos pasadas experiencias: José María Urbina tuvo su banda de garroteros, los incondicionales jenízaros. Veintemilla alimentó un séquito de áulicos que repartían garrote a los enemigos de su “revolución” antigarciana. Alfaro tuvo ejércitos de sectarios que, fusil en mano, hacían que hasta los muertos votaran por la causa liberal. Y si oteamos otros horizontes allí están Stalin y sus agentes, Hitler y las SS, Duvalier y los Tonton Macoutes. Todos ellos amañaron las leyes para erigirse en tiranos vitalicios. El mal fatalmente se repite. La arbitrariedad, la megalomanía son sus signos; el terror, su método. Las libertades individuales son proscritas por “antirrevolucionarias”; la realidad real (aquella que todos sufren en carne propia) es declarada herética y, en cambio, el tirano y el coro de sus áulicos inflan la gran mentira de la “nueva era” de prosperidad que, según ellos, están construyendo. ¿Acaso no resuenan hoy estos fatídicos ecos del pasado? Los rebaños de incondicionales son indispensables en todo poder absoluto y, al igual que los perros guardianes, solo cumplen órdenes. Es tropel que se recluta para llenar de aplaudidores los estadios. Cuando un país es regido por principios democráticos, cada ciudadano se adhiere voluntariamente a un proyecto de nación expresado en una constitución política porque está seguro que el gobernante será el primero en respetarlo. Ni la incondicionalidad ciega ni el temor caben en una sociedad libre en la que las facultades de legislar y juzgar son independientes del poder central, el cual se lo ejerce dentro de los límites de la ley y la justicia. Esto permite que los derechos individuales tengan vigencia plena, pues no hay cabida para la arbitrariedad del gobernante.