Actualmente se usa la palabreja como un comodín, ante cualquier debatiente “de derecha” e, incluso, de izquierda no marxista. Pero sucede que el fascismo no es sinónimo de derechismo (aunque hay derechistas fascistas, ¡vaya que sí!).
Más que un signo ideológico es una forma de entender al Estado y al individuo y tiene algunas características sine qua non: El Estado es el centro en la vida social y debe controlarlo todo; el individuo no tiene valor como tal, sino como parte de un colectivo y se debe al Estado y no a la inversa.
El Estado debe tener fuertes instituciones policiales, militares y de seguridad interna (espionaje, control y amedrentamiento ciudadano).
Un nacionalismo radical debe regir la vida del Estado (usted, mientras más lo embanderen y le pongan el himno y canciones patrias, asústese más).
La influencia externa es fundamentalmente negativa y todo extranjero es un enemigo potencial (el fascista típico es siempre xenófobo).
El gobierno fascista debe existir ad infinitum, sea a través de una dictadura efectiva o de comicios manipulados (muchas veces con todos los candidatos puestos por el propio Estado).
Alguien “personificable” debe representar al pueblo y ser su Caudillo (como la muerte es inevitable se deben crear estirpes monárquicas, a veces familiares y, cómo no, mantener “vivo” el nombre del caudillo a través de la propaganda.
Los poderes del Estado no son autónomos y responden a las necesidades del gobierno fascista. La prensa es un enemigo natural del Estado y debe ser controlada o, de plano, ser absorbida. El Estado, así, vive y debe vivir en eterna propaganda.
El primer Estado fascista, el italiano del Duce, se declaró enemigo tanto del liberalismo burgués como del marxismo. Hoy podemos distinguir fascismos de cualquier signo ideológico. Sí relee lo escrito distinguirá uno en Corea del Sur,por ejemplo.
Sería bueno usar el término con propiedad, tanto por amor al idioma, como para, recordando a Pedrito y el lobo, reconocer al fascismo cuando en realidad esté llegando y que no nos devore.