Guillermo Lasso acortó su periodo presidencial, utilizando el legítimo dispositivo constitucional de la disolución de la Asamblea Nacional. No es el único caso de un mandatario que no culmina el periodo para el que fue elegido. Lasso anunció su decisión de no postularse para el resto de su respectivo periodo. Las cifras eran lánguidas. Dispuso, además, que su movimiento no presente candidaturas a la legislatura. Señal de una sacudida de angustioso raquitismo, si no efectúan un proceso de regeneración.
Desde los años noventa en América Latina se han producido una veintena de mandatos interrumpidos. Sociedades escindidas y convulsas, en las que concurren factores con efectos disolventes para la estabilidad. Su historia política se abrevia en la perturbación y el desengaño.
Numerosos libros han difundido estudios acerca de las formas de gobierno, los sistemas electorales y de partidos, la combinación de las instituciones políticas o los mecanismos para procesar los conflictos. Lo cierto es que el vaivén político tiene mucho que ver con la tradición y la cultura, las raíces de las instituciones en la historia, la fortaleza de los partidos, así como la capacidad del Estado en responder las demandas, lo que se denomina gobernabilidad.
La rigidez del presidencialismo, el periodo fijo, el diseño perverso del sistema electoral, el descrédito y desencanto de la representación, la deslegitimación de las instituciones, las prácticas populistas, la falta de apoyo legislativo y la polarización, el multipartidismo y la fragmentación, la lógica de buscar más el fracaso del gobierno, la demagogia, el ignorar los equilibrios entre la economía y la política, la ausencia de mecanismos para procesar con desacuerdos y desenredar los bloqueos, la corrupción, etcétera, esboza en su conjunto, una triste historia de turbulencias y decepciones. Las crisis del presidencialismo se parecen a un incendio donde en vez de arrojar agua, lanzan combustible.