La pendejitud es un estado mental, que nada tiene que ver género de quien lo posee.
Esto viene al cuento porque, desde hace algún tiempo, se ha vuelto un lugar común argumentar que cualquier crítica que se haga a una mujer, particularmente si actúa en política, es una expresión de violencia de género, un producto de la misoginia y no de las razones específicas que originan los cuestionamientos.
El ejemplo más reciente lo ha dado Rafael Correa; sí, el mismo que tienen en su diccionario palabras como chiflada, sufridora y neurótica, que piensa en las mujeres como un objeto con minifalda, y considera incuestionable que la presencia femenina en su gabinete mejoró la farra.
Correa defiende a sus asambleístas (está en su derecho), dice estar orgulloso de ellas (cada uno se enorgullece de lo que puede), pero no esgrime argumento alguno para mostrar que las críticas contra ellas son equivocadas o no tienen fundamento; simplemente, dispara la palabra: misoginia.
Para Correa parece ser una muestra de inteligencia producir un informe como el de Viviana Veloz, que cree que basta con afirmar que, salvo el genocidio y las causales relacionadas, existen todas las demás para enjuiciar al Presidente de la República, sin presentar un solo argumento con un mínimo de coherencia, y afirmando cosas que harían sonreír a un estudiante de primer año de derecho.
Correa se enorgullece de parrafadas como las de Mónica Palacios, que cree decir algo cuando afirma que “el abordaje se realizó con un enfoque cualitativo y se orientó bajo la dinámica de un caso de estudio”.
Claro, no puede sino enorgullecerse, porque sus asambleístas no son sino alumnas destacadas de su escuela política, esa que reemplazó el debate democrático, la argumentación y el razonamiento, por el grito, el insulto, la descalificación y la amenaza.
No, el problema no es, precisamente, el género.