Si uno creería en los fantasmas, sin duda Francis Scott Fitzgerald es una de las temibles presencias que embrujarían París. Y, aunque uno no crea, es difícil no percibir su presencia rondar las calles de esta ciudad.
Yo vivo en los alrededores de la Torre Montparnasse. Se trata de una horrenda construcción moderna, el único rascacielos de esa ciudad, producto de las ambiciones del presidente Georges Pompidou de transformarla en una urbe futurista. Pero toda esa zona está saturada de sitios artísticos del siglo pasado, donde se condensó el movimiento surrealista, donde se instalaron los aterieres de los pintores, los bares donde salían, y por supuesto donde se pavoneaban los farristas Fitzgerald y su enloquecida esposa Zelda en los “roaring twenties” (los “felices años veinte”), junto a Ernest Hemingway.
Previamente no era un gran fan del escritor americano, me parecía bastante sobrestimado. Su obra más célebre “El Gran Gatsby”, tuvo muy poco reconocimiento hasta que se la incluyó como uno de los libros que se distribuían gratuitamente a los soldados americanos de la Segunda Guerra, para que maten su tiempo libre. No me parecía una gran sorpresa que haya sido luego de esto que la obra ganó notoriedad.
Pero vivo en el 22 de la Rue Delambre, en un departamento construido sobre un antiguo estudio de pintura que se encuentra atrás de la brasserie “Le Dôme”, una pescadería “pelucona” donde la bohemia de aquella época salía de fiesta.
Luego cuando la pareja estaba ya bastante atizada (ambos eran alcohólicos) venían a mi calle, al frente de mi casa a parrandear en un bar cuyas paredes están forradas de terciopelo violeta y adornadas con viejas fotografías en marcos dorados.
En su honor aquel bar cambió de nombre a Scott Bar, es uno de los bares que más tarde cierra en París, sigue teniendo el mismo terciopelo, la misma frecuentación artística, y la bartender es una señora vieja, ronca y coqueta, que parece salir de esa época.
Me fue imposible evitar empaparme de la obra del escritor.
En medio de tanto Fitzgerald en mi vida, me invitaron a cubrir la presencia del Ecuador en el Festival de Cannes.
Coincidencialmente la película que abre el evento es “El Gran Gatsby”, de Baz Luhrmann, un director con un particular apetito por las fiestas desenfrenadas de antaño (él dirigió películas como “Moulin Rouge”).
Al llegar al departamento donde me hospedo en Cannes, me invadió la idea que es muy parecido a aquel donde Scott Fizgerald se alojaba mientras escribía El Gran Gatsby, y donde se desarrolla otra de sus obras célebres sobre la vida fiestera “Tierna es la noche”.
La vida bohemia en Francia, la comunidad de extranjeros que vivimos embelezados con la belleza y las pulsaciones de París, a pesar del tiempo y las diferencias de épocas, no he sido capaz de evitar el encanto de su obra.