Leyendo este último domingo de farsa a Hesíodo, viejo poeta griego que he mantenido en el olvido durante largos años, he vuelto a meditar sobre el mito de Pandora y, casi sin advertirlo, por una extraña asociación con la realidad de nuestros días, como en un acertijo, lo he vinculado con la ‘revolución ciudadana’. Esta antigua leyenda cuenta que Zeus Cronida, el dios de la luz, el cielo sereno y el rayo, irritado y colérico porque el “astuto Prometeo” le había robado el fuego, le ofreció como venganza, para él y los “hombres futuros”, entre olímpicas y estentóreas carcajadas, “un mal con el que todos se alegren de corazón acariciando con cariño su propia desgracia”.
Zeus reunió a su alrededor a los dioses. Ordenó entonces a Hefesto “mezclar cuanto antes tierra con agua, infundirle voz y vida humana” y modelar “una linda y encantadora figura de doncella”. Pandora -nuestra ‘revolución ciudadana’- fue así creada con la obediente y sumisa participación de muchos. Afrodita la cubrió con una castidad falsa y aparente y la rodeó de “gracia, irresistible sensualidad y halagos cautivadores”. Las Gracias “colocaron en su cuello dorados collares”. Palas Atenea “ajustó a su cuerpo todo tipo de aderezos” y le enseñó delicadas labores cotidianas. Las Horas la “coronaron con flores de primavera”. Hermes la dotó de “una mente cínica” y “configuró en su pecho mentiras, palabras seductoras y un carácter voluble…” La segunda parte de este mito es muy conocida. Una de las versiones más aceptadas y populares sostiene que Zeus, consumando su “espinoso e irresistible engaño”, envió a Pandora al titán Epimeteo, hermano y antítesis de Prometeo, como un regalo de los dioses. Epimeteo, olvidando el consejo de su hermano, que le había advertido que no aceptara jamás un regalo de Zeus, se dejó seducir por su belleza. Pandora, causante de las amarguras y penas de los hombres, abrió la jarra (Hesíodo no habla de una caja) herméticamente cerrada. Al quitar la enorme tapa de la jarra, que contenía todos los males, “los dejó diseminarse y procuró a los hombres lamentables inquietudes”.
La ‘revolución ciudadana’, convenientemente aderezada, ¿no llegó al poder -me he preguntado- con un discurso cínico cargado de “halagos cautivadores” y “palabras seductoras”, que escondía mentiras y “un carácter voluble” que le han permitido afirmar hoy lo que negará mañana? ¿Con su secuela de abusos y atropellos, de corrupción e impunidad, no ha diseminado incontables males y ha procurado a muchos ciudadanos “lamentables inquietudes”? Una vez destapada la jarra herméticamente cerrada que ocultaba sus inconfesadas y verdaderas intenciones, ¿no se ha convertido acaso en ese mal con el que la mayoría de ecuatorianos, sin entender el engaño, se alegra “de corazón acariciando su propia desgracia”?