La palabra ante la muerte nunca es meditada, acaece, sobreviene y fulmina –trueno y rayo súbitos-. Esta certeza (imagen) extemporánea nubla el silencio que deberíamos guardar frente a su presencia hermética. Alardear la palabra como una impudicia, un decoro mancillado, luce imperdonable. Sin embargo, urge habitar esa puerilidad, esa verbosidad liviana, impúdica, para quedar en paz con uno mismo –la de quien se queda con la sola verdad del ser ido-. La palabra ante la muerte irrumpe desde una cavidad inexpresable –un eco primitivo, bárbaro-, desmembrada del tiempo, ajena a la memoria.
Esta palabra se agazapa en la nostalgia para cerrar el vacío, o, al menos, para apaciguarlo o menguarlo. La palabra ante la nostalgia de la muerte no es sino un consuelo ante la flaqueza de la memoria, es la derrota de la escritura ante lo inabordable de la ausencia total. ‘Morir es hacerse a un lado,/ ocultarse un momento, estarse quieto,/ pasar el aire de una orilla a nado/ y estar en todas partes en secreto…’ Jaime Sabines. El poeta rodea la muerte, merodea su imaginado territorio, divaga por su secreto diseño. No hurga con su palabra, no puede -¿no debe?-: ¿es tanta su elusiva grandeza o intangible su misterio?
Neruda: ‘La muerte está en los catres:/ en los colchones lentos, en las frazadas negras/ vive tendida, y de repente sopla:/ sopla un sonido oscuro que hincha las sábanas,/ y hay camas navegando a un puerto/ en donde está esperando, vestida de almirante…’ Bella y candorosa visión, circunloquio. Acercamiento, no exploración, no hundimiento del ser en las hoscas vísceras de la muerte. Honda y sensible voladura de un trance poético, no sondeo en sus abisales aguas. Afán singular de eludir la muerte conquistándola como el amante que ve a la distancia a su amada y no es capaz de caminar hacia ella –temor y temblor-.
‘… maniatado en el torrente de la duración/ viejo y roñoso Efraín/ piedra confundida/ entre el estruendo de la desesperación/ por la dorada lepra del otoño/…tanto ir y venir de la conciencia al mundo/ y al fin quedarse extraviado/ en el dédalo de las palabras/ ¿hay algo más que roer el hueso del tiempo/ bajo el silencio de las estrellas?’ Efraín Jara Idrovo. Evidencia de la muerte que sin nombrarla envuelve a la vida en la mortaja de la soledad y el silencio definitivos. El Tiempo pulveriza el dolor: las lágrimas dejan de correr. Aquellas que se muestran o las que se empozan en el alma.
El oficio del duelo no es otro que la lenta talladura del olvido. La petrificación de la ausencia y el abandono. Si algún imposible es absoluto es morir por otro ser. Las palabras sucumben en las fronteras del morir. Se escribe desde la sobrevivencia y no desde la muerte. Un vacío inexpugnable se levanta como un infranqueable dique entre quienes aún perviven y los muertos. Acaso esta certeza nulifica la palabra. Ella, la muerte, no nos permite entrar en sus laberintos (eternidad o nada), porque desde allí, quizás, sería posible hablar sobre su inasible figura.
Columnista invitado