En los últimos meses las noticias sobre extorsión se han multiplicado. Han existido antes, pero hoy son más numerosas, cubren más territorio, aplican mayor violencia. Ya no son solo los negocios pequeños, son fincas, empresas, transportes, escuelas, personajes.
La extorsión es un delito de mecanismo simple. Presión sobre una persona para que realice algo que no desea. Casi siempre entregar dinero u otros bienes o servicios en beneficio del extorsionador o de terceros. Son las famosas vacunas o peajes. La presión se efectúa con amenazas y agresiones. El pánico doblega la voluntad. Pagar para vivir.
En un primer momento los extorsionadores intimidan a la víctima, con diversos pretextos, como brindar seguridad. Una vez que lo han logrado e impuesto sus reglas, se “institucionaliza“ el cobro, diario, semanal, mensual. A mayor fidelidad de la víctima menos intimidación. Aunque de vez en cuando se refrescan amenazas.
La víctima queda atrapada. Si no paga pone en riesgo su vida y la de los suyos y sus bienes. Si paga, reduce sus ingresos de forma más o menos significativa. Y si denuncia, recibe castigos feroces. El miedo genera aceptación y silencio o huida. No deja salida. Un ciclo interminable.
El extorsionador se frota las manos. Una vez activada la amenaza, cuenta con el mutismo y las vacunas. Por ser muchas, sus ingresos se multiplican. El terror aumenta cuando se trata de una banda organizada. En Centroamérica fue muy utilizada por las pandillas. Complementaban los negocios grandes de tráfico de droga, armas, personas. El control de territorios resulta vital, para traficar y para asegurar zonas de clientes extorsionados.
Las salidas al flagelo son complejas. Visualizamos dos líneas complementarias. La unidad y organización local, como blindaje y contrapresión. Y la acción del estado: presencia, protección social, inteligencia, servicios. Las articulaciones entre estas líneas son esenciales para evitar castigos por mano propia, como el caso de los incinerados en Manabí.