Un padre para una hija, es todo su mundo. Es encontrar en él un espacio seguro, fuerte, inquebrantable. Como un árbol que siempre está ahí, inamovible. Es la rutina que no cansa. Es la mirada que te arroja el espejo porque compartes sus rasgos y el color de sus ojos también. Es encontrar un alma que coincide con la tuya y te recuerda a qué viniste, de qué estás hecha. Un padre es el primer juez de la vida que uno intenta construir. Es la piedra angular de la familia, es la calma en el caos y, a veces, el caos también. Es un apellido orgulloso, una mano amiga en problemas y hombre distante a la vez. Un padre es enigma, es absoluta libertad, es el sentimiento de paz y de guerra. Hombre admirable y simple mortal. Es verlo y sentirse guiada por alguien que solo te quiere bien. Es el consejo que muchas veces quieres ignorar y representa el camino que ya no tienes que recorrer. Es el legado que continúa en ti y es ejemplo de todo lo que anhelas ser o borrar. Es quien te enseña a enfrentar los miedos. Por eso perder a un padre es perderse también. Sin haberlo buscado obliga a redefinirse. Implica la hoja en blanco de la historia que escribirás sin él. Es pretender completar el silencio con el recuerdo de su voz y buscar resolver el presente con las enseñanzas guardadas. Perder a un padre es fundirse en el dolor de la ausencia infinita y esperar encontrar sentido en el vacío que ancla. Yo encontraré sentido en el vacío que ancla, en el silencio que hoy recibo en los espacios que caminamos juntos y en las respuestas que no tengo. Sé que encontraré sentido en los resultados de la disciplina que forjaste en mi. Papi, entre nosotros nunca nada fue trivial, las conversaciones, a veces de una densidad incómoda, y las decisiones en la vida que compartimos, siempre tuvieron un profundo sentido. Hay que ser útil a la sociedad, decías. Flacucha ¡no tengas miedo! me repetías. Lo tengo presente y lo llevo conmigo. Sigues siendo mi mundo, papi, y lo que resta de vida va toda por ti.