Aotros dioses adoramos en estos tiempos. Le rezamos a íconos extraños, tan terrestres que han perdido todo encanto, tan pequeños y transitorios que no trascienden más allá del bullicio. Los ritos ya no son los de antes, ni sirven las campanas para convocar a nadie. Ni los cánticos del oficiante atraen a la feligresía ausente. Las notas de órganos medievales acentúan la soledad de las iglesias que ahora son apenas monumentos, piedra petrificada en gestos que conmueven por su coraje para seguir, desde el pasado, afirmando lo que ya no es, lo que se fue.
La gente le ha vuelto las espaldas a los dioses que solo ofrecían esperanzas. Ya no le interesan, ni le conmueven, los que representaban sacrificios y pasiones, los dioses locos que exigían heroísmos, disciplinas y rigores. La gente ha elegido a otros: cotidianos, tangibles, hechos a la medida de una humanidad a la que le asusta lo distante, lo complejo, lo simbólico. En estos tiempos, cuando la noticia supera a la ficción, cuando lo virtual deroga lo real, es necesario tener dioses programados, íconos de plástico, ritos que no signifiquen nada distinto de la mediocridad de cada día.
Ahora los dioses son otros. Las divinidades aterrizaron en los centros comerciales precedidas de cánticos y coros de propaganda enfermiza, que anuncia la llegada de los días de la felicidad prometida. Las indulgencias están ahora en las tarjetas de consumo.
Las catedrales son otras. Son las del dispendio. Prospera la frivolidad. Entonces, el pecado consiste en no poder, en no tener. El infierno está en la pobreza; el purgatorio, en el sueldo escaso, en la marginalidad. Los dioses que tuvieron por compañía al asno y al buey quedaron como recuerdo de tiempos más modestos, más humanos, en que era posible la imaginación y la fraternidad, en que la vitrina no anulaba aún la capacidad de soñar, en que la ilusión iba por los rumbos de la sensibilidad, por los de las humildades olvidadas, por el de las costumbres que aglutinaban a las familias en rituales inolvidables de pesebres, novenas, villancicos y buñuelos. Tiempos de calles sin tumultos y de gente sin ansiedades. Tiempos de austeridad.
La religión del consumo no solo logró parapetarse en el alma de la gente, sino que pudo secuestrar en su beneficio los símbolos de la vieja religión en decadencia. Así, llevó sin problema, y sin escrúpulos, los ritos y los símbolos, los cánticos y los usos de un evento religioso y cultural, a los escenarios del marketing, y los transformó en método de alienación. La Navidad, referente esencial del cristianismo, nacido entre la pobreza y la persecución, ahora es evento comercial que agobia a las familias, que ahoga toda reflexión entre la algarabía de compras y propaganda.
Usted, lector, ¿cómo se siente una vez agotada la carrera de las compras, apagado el árbol, silencioso el pesebre al que nadie le rezó?