La locura estuvo oculta por tiempos inmemoriales en zonas veladas por prejuicios sociales. Los locos eran escondidos en sótanos, pasadizos, túneles y sus familiares negaban su existencia. La locura erraba por la órbita difusa de lo que no se dice o era señalada mediante acentuados guiños virtuales del miedo o la repulsa. Proscrita materia del conocimiento, la locura abrumó durante siglos desde un lugar donde la crueldad era consentida.
La locura se desveló solo a partir de la modernidad y fue expuesta como tema cultural y exigencia para la práctica social. El Bosco, “ese pintor lejano e inaccesible”, es uno de los artistas que mejor ha ilustrado el planeta de la locura. La exhibió con genial ironía en su inmortal “Extracción de la piedra de la locura”, más que en otras de sus memorables obras.
Un médico ficticio lleva en su cabeza un embudo (la estupidez); muestra, presumido, la extirpada “piedra de locura” (un tulipán); el paciente es un hombre rollizo en cuya cintura luce un puñal que resguarda su faltriquera repleta de dineros fraudulentos. A la derecha, apoyada sobre una mesa, una monja, cubierta la cabeza con un libro (¿conjuros?), mira atolondrada la operación; mientras un fraile, al centro, porta un cántaro de vino. El cuadro es una suerte de espejo oval que arroja a los observadores la vaciedad humana.
En tiempos en que la humanidad sufre uno de sus mayores flagelos, un ex presidente ecuatoriano anda suelto –carantón y ojos desorbitados–, torvo y desalmado, sembrando vesánicas órdenes en sus parásitos –algunos exiliados en otros países– para que redoblen el pánico que está instalado por la pandemia del coronavirus.
El orate atiborra de tuits (excretas de su malignidad), azuzando a sus lacayos para que repleten las redes presentando imágenes de desastres de otros tiempos y lugares, endosándonos al nuestro. Demencia sin nombre. Clama la renuncia del actual mandatario, acusándolo de la pandemia; se mofa de su hombredad probada en los embates que le ha correspondido enfrentar, no obstante los infames límites que le deparó la vida; asoma en cuanto medio comunicacional le facilitan, dictando recetarios que, según su revulsiva arrogancia, salvarán al mundo.
“El poder fuerte de un déspota no hace desaparecer a los malhechores, dice Michel Foucault; al contrario, los multiplica”. El orate que gobernó Ecuador en la década extraviada es vívido ejemplo de esta afirmación. Pululan sus secuaces cubriendo la campaña difamatoria con que castigan a nuestro país, al demoler su imagen en el mundo. El más vil traidor es quien se regodea en la tragedia de su pueblo, y este es el caso del déspota prófugo.
A diferencia del criminal, el déspota exalta el predominio de su interés y su voluntad. Es un criminal por “estatuto”, mientras que el criminal es un déspota por accidente. El déspota es el hombre solo que se devora a sí mismo en la borrasca de su locura. Este el caso del insano expresidente ecuatoriano.