Aquello de “todo vale” es el signo de los tiempos. Eso no quiere decir que haya triunfado la tolerancia y que reine una razonable diversidad. El asunto, me temo, es que asistamos a la caducidad de los valores y a la abolición de los linderos. Y ocurre que sin linderos, no tenemos capacidad de discernir, ni podemos distinguir lo legítimo de lo ilegítimo. No sabemos desde dónde y hasta dónde van los derechos y dónde comienzan los abusos. Como no hay convicciones que impongan pautas, disciplinas íntimas, lo que prosperan son los intereses con su dictadura de cálculos. Con la caducidad de la vergüenza, reina el cinismo.
Todo vale, y por allí la generalizada sensación de incertidumbre. Los valores son brújulas de la vida, establecen ideales, marcan comportamientos y nos dan certeza. Son asideros, boyas para nadar. La libertad vale mucho, entonces, porque el asunto está en la capacidad de elegir, en la posibilidad de arriesgar incluso un error. Pero si todo o casi todo es “lícito”, la aventura de elegir desaparece: todo es bueno, y luego, la elección es irrelevante: no es posible equivocarse y…finalmente, da lo mismo.
El proceso de legitimarlo todo está vaciando los comportamientos, y va transformado a la vida en entretenimiento. Como alguien decía, ya no vivimos la “sociedad ética”, ahora estamos sumergidos en la “sociedad estética”, la del maquillaje y el impacto, la de la apariencia y las máscaras. La verdad es que lo fatuo impera sobre lo razonable, y que se ha inaugurado el reino de lo frívolo.
El “todo vale” llegó con el concepto de que solo tenemos derechos, llegó con el disfraz de una conquista, de una liberación. Las “camisas de fuerza” del pasado desaparecieron, los límites se abolieron, los caprichos crecieron y se multiplicaron, y los deberes se derogaron. La familia quedó entre las antigüedades, el honor entre los prejuicios, la caballerosidad caducó y la lealtad se miró como disparate pasado de moda. Llegamos así al “mundo feliz” con su angustioso vacío, con su ausencia de compromisos para llenar la resaca, con la agenda repleta de vanidad, con la cultura transformada en consumo, con la gente amurallada en sí misma. El “todo vale” nos dejó inermes.
Nada es firme. Todo es precario, provisional y relativo. Todo es susceptible de transacción y, en la perspectiva de los cínicos, todo el mundo tiene precio y los asuntos más diversos se ven bajo la perspectiva del pragmatismo y del negocio. Lo que se ha logrado con la teoría y práctica del “todo vale” es que perdamos el norte, que miremos casi todo como mercancía. Así, la medición de la humanidad se hace en términos de poder y de dinero, y nada queda fuera de semejante lógica.
¿No será el momento de distinguir entre lo que vale y lo que no vale?