Lo evoco siempre. Uno de los poetas españoles más entrañables, Antonio Machado, escribió este Consejo, en ‘Soledades’: “Moneda que está en la mano / quizá se deba guardar. / La monedita del alma / se pierde, si no se da’.
Quisiera que lo que escribo fuese esa monedita del alma de la que, al entregarse, alimenta, multiplica sus posibilidades y, desde cada uno de nosotros hacia los demás, se acrecienta sin término. Dar es darnos. Dar es recibir. Hoy, más que ayer; mañana, mucho más que hoy.
Los compañeros de cada día en estas páginas procuran poner en sus trabajos lo mejor de sí mismos; dan su monedita –como la llama Machado, con afecto- acuñada en experiencias cotidianas, en lecturas, en sueños, en aspiraciones, en alegrías y hoy, en miedo y tristeza. Quien opina expresamente para los demás, en principio, es un ser bueno, que quiere ser veraz por encima de involuntarias falencias; su voluntad es alimentar, dejar rastros de lo siempre poco que conoce. Escribir es dar, es entregarse. Por eso, no puedo, no quiero entender lo que se oye o se lee en las redes sociales en las que, deliberadamente, no sé entrar. No sé, no en el antiguo sentido de soler, tan caro aún en el Ecuador, sino en el de conocer: no quiero asistir a mentiras mejor o peor escritas; no me animan la propaganda consumista ni las alabanzas, y me aterran el sensacionalismo, el alarmismo, las noticias infladas, las medias verdades; ¿qué diré de las terribles posverdades que buscan beneficiar a huidos, a autoexiliados, a los justamente presos; al histriónico gánster que desde cielo europeo, abotargado e inflado junto a su amigo Putin, se desespera por dar al traste con los juicios merecidos que tiene en su contra, pues que él y los suyos dejaron nuestro país en soletas. El eco de sus falacias trata de penetrar en las inmensas capas débiles de los ecuatorianos, débiles por su pobreza, por su carencia de educación, por la increíble desigualdad que esa década de suciedad y osadía solo supo acentuar. ¡Querida, bella, buena y sufrida América nuestra!
Vivo un largo domingo que ya cumple ocho días, sin otra obligación que la de no tener ninguna. En una paz triste de hotel-prisión, hasta ‘más ver’. Atendida por personas que nunca sabré quiénes son, cómo viven, pero sí, lo que arriesgan en su atención al horario de comidas, al pedido de un servicio, a una llamada. Lo hacen, aunque piensan que su existencia corre peligro ante mi respiración o mi palabra, y me miran tras una frágil máscara; dejan la comida afuera, en bandejas cubiertas y la anuncian con un golpe en la puerta; abro, cojo lo que corresponde a la habitación 704, oigo pasos que se apuran por bajar, cierro la puerta, veo la hora, recuerdo y sigo. Seguimos en este ‘todo continúa’ una, como dulce e inevitable reparación.
El miedo es egoísta. Que la palabra fuese una oración de Domingo de Ramos, unidos en dolor y solidaridad, hasta decir adiós a este triste, ciego y eterno ‘domingo sombrío, sin flores ni campanas’.