No comparto la opinión de quienes consideran que el origen de la creciente agresividad que existe en nuestra sociedad pueda ser localizado en ciertas actitudes o comportamientos de los más altos funcionarios del Gobierno. Acaso sin saberlo, aquellos que así piensan se han acogido a las teorías de la imitación que fueron sostenidas por Gabriel Tarde a finales del siglo XIX: sus efímeras ideas, resucitadas hace unos 40 años por la teoría del actor-red, de Bruno Latour, son muy insuficientes para entender este fenómeno maligno que ha crecido entre nosotros, obligándonos a poner entre paréntesis el mito aquel de la “isla de paz”.
Creo que, en rigor, nunca fuimos algo así como una isla afortunada. Si tal fue la apariencia en que vivimos, ello se debe menos a la armonía de nuestras relaciones que al mojigato ocultamiento de sus trasfondos machistas. El combate del mal nos exige ahora ser sinceros: hemos vivido inmersos en un clima de violencia escondida, y todos somos culpables.
¿Hemos olvidado ya las lecciones que todos los varones escuchamos, y que nos enseñaron que “los hombres no lloran”? ¿Hemos olvidado los juguetes de guerra que entregamos a los niños para celebrar la “noche de paz”? ¿Hemos olvidado los apoyos que nos dieron para animarnos a zanjar las diferencias con nuestros compañeros apelando a los puños? ¿Hemos olvidado las medidas de “hombría” que tuvieron vigencia, asociándolas siempre con la supremacía de la fuerza? ¿Hemos olvidado el precepto perverso de que “la letra con sangre entra”? ¿Hemos olvidado que la televisión, sin consultarnos nunca, decidió por su cuenta “educar” a nuestros niños convirtiendo en sus héroes a muchos delincuentes o rudos policías? Y para qué seguir: sin duda, la lista se haría interminable.
Pienso que la violencia, que ahora se destapa y empieza a practicarse a plena luz del día, tiene un origen complejo y profundo, en el cual se entretejen herencias negativas y recientes cinismos. El mismo desarrollo de un capitalismo dependiente nos impide aprender que el otro es nuestro semejante, capaz de pensar como nosotros y de hablar para expresar lo que piensa. En su lugar, vemos en los demás simples competidores: el mundo es un mercado y somos impotentes ante la seducción de su espejismo. Ganar al otro, adelantarse, tener lo que él no tiene, recibir sus envidias como un viejo recibe una caricia: esa es nuestra recompensa. ¿De qué nos quejamos entonces?
Hace ya muchos años, tuve un sabio maestro que me enseñó filosofía. Alguna vez preguntó si habíamos leído el Génesis: “¿Saben? –nos dijo–: El mundo está lleno de Evas. Tal como la mítica madre de todos los humanos, buscamos siempre una serpiente a quien podamos endosar las culpas que son nuestras”.
Me pregunto si no es el síndrome de Eva lo que nos lleva a acusar al Gobierno de lo que ha sido heredado de nuestros propios padres y conservado por nosotros mismos.
No es bueno tomar las consecuencias como si fueran causas.
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