Sobradas razones tienen los electores de distintas partes del orbe para desconfiar de la política y de los políticos. La actividad en principio loable, si se la entiende como el conjunto de acciones para administrar la cosa pública con el fin de brindar servicio a la comunidad y mejorar sus condiciones de vida, ha caído en un desprestigio total por la enorme cantidad de escándalos de corrupción que se suceden a lo largo y ancho del mundo, sin esquivar ideología alguna, que ha consumido la capacidad de asombro de las sociedades, las cuales paradójicamente permanecen absortas e inmóviles ante la dimensión de lo ocurrido. Parecería que se ha llegado a un punto en que se acepta este proceder pernicioso, puesto que las instituciones llamadas a combatir estas prácticas pocos resultados arrojan; y, en la mayoría de los casos, el paso del tiempo extiende un manto de impunidad. Punto aparte merecen aquellos casos de gobiernos en que los políticos han arribado al poder con supuestas ansias de transformación, para que en el ejercicio del mismo se destapen verdaderas cloacas que dan muestra que las utopías invocadas, equivocadas o no, tuvieron como propósito ser el instrumento para reclutar incautos que apoyen el acceso al poder de quienes, con posterioridad, lo único que han hecho es saquear los fondos públicos.
Lo último, la nueva orden de investigación sobre el otrora influyente dirigente del Partido de los Trabajadores en Brasil, José Dirceu, imputado ya por el escándalo del pago a los congresistas para obtener su apoyo político, ahora enfrenta un nuevo arresto por la causa de corrupción puesta a descubierto en la compañía Petrobras. Lo que no deja de sorprender es cómo esa intelectualidad de izquierda que ha sido la que apoya a tanto gobierno denominado “progresista” en el continente, no realiza un ejercicio de autocrítica sobre estos acontecimientos, que lo único que revelan es un fraude ideológico en contra de sus propios seguidores.
¿Se puede confiar en políticos que ejercieron acciones de extorsión para desviar cerca de dos mil millones de dólares, según las estimaciones judiciales, parte de cuyo dinero habría servido para financiar las campañas políticas del partido en el poder? ¿Es posible creer en el altruismo de estos dirigentes? ¿Es ético negociar, a través de terceros, que la aerolínea estatal ocupe las instalaciones hoteleras en las que la Presidenta de la nación tiene intereses patrimoniales?
Pero lo peor es contemplar la serie de acciones emprendidas para intentar influir en las instituciones judiciales, lo que a toda vista hace presumir su interés por cubrir sus retiradas. Estas protervas acciones no hacen sino generar mayor desconfianza en estos países en donde amplios sectores de la justicia dejaron de ser independientes, integrados ahora por personas cuyo mayor mérito es su cercanía con el poder. Pasada la novelería, cuando las sociedades descorran el velo que les impide ver el real alcance de los hechos sucedidos, será la hora de intentar poner nuevos cimientos a unas estructuras que se caen en pedazos.
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