Por años –tal vez cincuenta- hemos escuchado la tesis de que a mayor pobreza hay más delincuencia, referida sobre todo a los delitos contra la propiedad: hurto, robo, abigeato, estafa en sus diversas formas.
Inclusive muchos han admirado a un ladrón con éxito como el Águila quiteña. Ha constituido una especie de ejemplo el Cuentero de Muisne, que –según se decía- vendió un monumento de Guayaquil a algún turista extranjero; o se hizo pasar por Cónsul de Japón para facilitar sus fechorías.
Cierta corriente de “comprensión” no dio importancia a la dimensión que el fenómeno adquiriría en el cercano porvenir; y, a la sazón, desde hace unos quince años a esta parte, nos encontramos con realidades penosas que constituyen inseguridad y sufrimiento para los ciudadanos. Los habitantes asustados e impotentes se refugian dentro de su casa, a la que añaden defensas adicionales, alarmas, paredes más altas culminadas con puntas de hierro y pedazos de vidrio.
Hoy se aprestan, en Quito, a cerrar calles con verjas de hierro, que se abren solo con comandos electrónicos y se cierran inmediatamente.
¿Mayor pobreza? En el otro lado de esta realidad, nos damos cuenta que hay cierta holgura económica, tanta que muchos pobres de ayer hoy se encuentran en una posición de clase media, pues tienen vehículo, aparatos electrónicos, diversión.
Cuando se ven estadios casi llenos para presentación de cantantes, restaurantes que se multiplican y se llenan de consumidores, se alega que no es extraño en una ciudad de dos millones de habitantes; pero cuando hay desplazamiento a la playa u otros sitios de recreación por decenas de miles, que sufragan gastos significativos, el asunto adquiere otra dimensión.
Entonces, se pregunta: ¿habiendo como hay cierta holgura económica, por qué crece tan notoriamente la delincuencia contra la propiedad?
El antiguo ladrón, apenas el dueño de casa se despertaba, salía en fuga; hoy, ingresa dispuesto inclusive a matar. Conocen al dedillo cómo robar automóviles, cómo eliminar a los canes guardianes de la casa, cómo fugar inmediatamente con el botín, inclusive a la salida de los bancos cuando la víctima egresa con ciertas cantidades de dinero.
Está a la vista que la Policía trabaja intensamente; y, a la cabeza, el ministro del Interior Sr. Serrano, casi como un policía más. Instalan aparatos de grabación, botones de pánico y una serie de precauciones, que reducen muy poco la cantidad de robos. Es hora de que criminólogos, sociólogos, penalistas, psicólogos sociales, estudien a fondo el problema, porque a la luz de los hechos no es cierto que a mayor pobreza hay mayor delincuencia.
Las víctimas no son beneficiarios de los “derechos humanos” los delincuentes, sí, y con prontitud y diligencia. La delincuencia con estupefacientes y lavado de dinero es capítulo distinto.