Bien dicen que el silencio es el más preciado bien que poseemos y que solo cada uno de nosotros lo puede valorar y utilizar, de la misma manera que nuestro derecho a la libre expresión es innato y propio para practicar cuando lo sentimos necesario a favor de nuestra ideología, religión, sentimientos.
El problema está en el equilibrio entre el importante silencio y la necesaria expresión. Pocos lo saben utilizar y, parece que algunos en su ceguera del poder olvidan totalmente el primero y se van ahogando en la diarrea del segundo, convirtiéndolo en una peligrosa verborrea que no solo puede, sino que se va en contra de sí mismos.
Nacemos intentando hablar, explicar nuestras necesidades, cuando tenemos hambre, sueño o algún malestar. Luego pronunciamos nuestras primeras sílabas con intento de ser palabras y recibimos aplausos y demostraciones de afecto por nuestros logros. Finalmente, un día, aprendemos a hablar y los primeros años de vida continuamos diciendo todo lo que se nos pasa por la cabeza, sin importar el tono que usamos o el contexto en el que lo hacemos. De a poco, según crecemos, con la inteligencia en pleno desarrollo, descubrimos el uso correcto de nuestras palabras, cómo utilizarlas para mayor efectividad, el momento correcto para pronunciarlas y, solos, por experiencia, comprendemos que expresarnos es una valiosa herramienta.
Usamos sus diferentes tonalidades, a veces, manipulamos acompañándolas de lágrimas y gritos, sabemos cuando lastimamos, reconocemos, en ocasiones, la imprudencia y tantas otras variantes. En un momento dado, pasamos del juego con las palabras a la madurez de saber hablar o comunicar, la innata y libre expresión de palabra.
La madurez del ser humano, sobre todo la emocional, tarda en llegar, a través de la experiencia. Cuando la alcanzamos, proceso que nunca termina, entendemos que hay que medir nuestras palabras o se convertirán en una maligna palabrería que solo puede ser un bumerán, regresando a noquearnos sin siquiera darnos cuenta cómo ni cuándo.
Vivimos en una comunidad y si cargamos con el poder podríamos equivocarnos gravemente en el significado real de este privilegio y tomárnoslo como un derecho porque pensamos que somos dioses, no comunes mortales y que nos pertenece.
Abusar conscientemente de la libertad de expresión, como si fuera solo nuestra, equivale a excavar nuestra propia tumba.
El círculo íntimo de amistades colaboradoras ríen de las ocurrencias, abusos, incluso apoyan las payasadas. Fuera de este círculo permisivo nos enfrentamos al mundo. No están los amigos cómplices; es la selva, donde hombres y mujeres capacitados, maduros emocionalmente y preparados para el libre uso de la palabra, practican la libre expresión conscientemente y, donde, para colmo, no podemos callar a otros cuando nos da la gana, porque hay tiempos y reglas establecidas. Entonces, unas pocas palabras sabias, llenas de justicia, serias y con conocimiento, nos dejan arrepentidos del uso bravucón de unas palabras demás.