¿A dónde se puede regresar a ver? Parecería que el mundo entero se encuentra infectado de la peste denominada corrupción. Por donde se mire los escándalos afloran, dejando en evidencia a una clase política cada vez más preocupada de sus propios asuntos que por una gestión de servicio. Esta perniciosa práctica no hace distingo de ideologías y, en distintas partes del orbe, se puede observar que excomunistas, socialistas, socialdemócratas, partidos de centro-derecha se encuentran inmersos en escándalos de corrupción, financiamiento indebido o tráfico de influencias. ¿Por dónde empezar? ¿Por el Viejo Continente? De este a oeste, desde la impúdica fortuna que se menciona ha amasado el heredero del estado gendarme que se construyó sobre la base de una doctrina totalitaria, un oscuro oficial de la temida organización encargada de realizar los trabajos sucios para el entonces existente imperio soviético; hasta, en el otro extremo, los pagos extras recibidos por los funcionarios de un partido político registrados en anotaciones por el tesorero encargado de los pagos; o, en la acera de enfrente, los escándalos de los municipios manejados por el grupo rival, con el que desde el retorno a la democracia se han alternado en el poder por cerca de tres décadas. En el trayecto, la bancarrota de un país cuna de la cultura occidental y, en otro, la tormentosa vida de un líder populista, dueño de un imperio de medios de comunicación a más de un equipo de fútbol, que por su condición de primer ministro ha sido de conocimiento público, dan muestra que el deterioro de la actividad política es un fenómeno más extendido de lo que se cree.
En América Latina, la situación es más preocupante. Sin duda, hay que empezar por el gigante sudamericano, que por la dimensión y características del embrollo descubierto hacen palidecer al resto. Ni más ni menos que políticos pertenecientes al partido gobernante, denominado de los trabajadores, se ven envueltos en una trama de sobornos en los que las coimas solicitadas, según se dice eran para financiar al propio grupo político, quedando un porcentaje importante, alrededor de la mitad, en manos de estos “operadores”. Y la reacción, teniendo en cuenta la dimensión de lo acontecido, ha sido casi nula. En un país que se precie de tener instituciones en funcionamiento, lo mínimo que se esperaría es que la justicia entre a fondo a investigar los hechos y los políticos responsables de semejante acontecimiento al menos deberían sentir el rechazo popular. Ahí las responsabilidades se achacan a la administración en funciones, cuando lo más probable es que, como lo despejará la justicia, la práctica se arrastra desde el primer período a cargo del líder metalúrgico que recibió el apoyo de los políticos ahora cuestionados.
El repaso de casos no alcanza para referirlos en tan corto espacio. Se ha perdido de vista lo elemental: la función pública es para servir y no para buscar beneficios personales o de grupos. Si aquello no se entiende, el cinismo y el desparpajo terminarán gobernando a sus anchas.
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