Escribir sobre la corrupción se vuelve difícil pues cada día salta una liebre, se acrecienta el escándalo y crecen la inquietud y la inconformidad de una sociedad herida de muerte. En pocos días hemos vuelto a rizar el rizo de lo que nos quedaba por ver: políticos, deudos y demás familiares tienen que escapar rapidito o esconderse para huir de la justicia y no tener que dar explicaciones.
Junto con los titulares y los nombres propios de los últimos años (por no decir décadas) – ¡que ya son! – el número de casos nos da idea de la dimensión del fenómeno, ni siquiera atenuado por la emergencia y sus dolorosas secuelas. Todo vale: el muerto al hoyo y el vivo a cobrar el sobreprecio. En estos días me he preguntado cuántos dólares supone la corrupción al año por ecuatoriano… Multipliquen por el número de miembros de su familia, por el número de vecinos de su barrio y, luego, por el número de habitantes de su ciudad y, finalmente, por el número de habitantes del país. No es broma. ¿Se imaginan todas las cosas buenas que hubiéramos podido hacer con semejante cantidad de dinero? Les sugiero que comparen esa cantidad con el dinero que el Ecuador destina a políticas sociales por habitante o, simplemente, a la investigación.
La corrupción no se refiere sólo (que ya es bastante) al hecho de que unos pillos roben; lo grave es que esa corrupción destroza a una sociedad que ve malgastado su futuro, que ve dilapidado parte de su potencial, que tiene que asistir, impotente, al terrible espectáculo de los que se farrean la plata en Miami y, al mismo tiempo, de los que padecen hambruna al borde de la quebrada.
¿Se imaginan que el grupo político más importante del país fuera “el grupo de los imputados”? Al pueblo esta farsa le duele en el alma: este doble rasero de inequidad tan brutal y humillante, el dinero que nunca se recupera, el seguir cobrando un sueldo público mes a mes, la dilatación de los juicios más allá de las elecciones,… ¿de qué año? Algo más añadiría yo desde mi óptica cristiana. Me refiero a la ausencia de la compasión, a esta dolorosa indiferencia ante los que sufren. Tengo la certeza de que Dios los juzgará y tengo la esperanza de que los hombres también lo hagan.
Y, sin embargo, con ser todo esto tan triste e indignante, es preciso seguir confiando en la democracia. Ella no garantiza que lleguen al poder los mejores, pero sí que acabemos echando a los peores, a los corruptos y malvados. Decía Ortega y Gasset que una democracia se compone de dos cosas fundamentales: un estado de derecho que pone las reglas y un sistema de elecciones que pone los electos. Pero a muchos ciudadanos nos duele que políticos corruptos sigan ganando elecciones. ¿Cómo van a ser garantes del estado de derecho? Mientras la mayoría prefiera que gane su equipo aunque sea con trampas, seguiremos a la deriva, ignorantes de que, cuando un corrupto roba, ‘Nos roba’.