Yo sí estuve entusiasta cuando le concedimos asilo, y no me arrepiento. Es divertido, recuerdo con exactitud el café en París donde escribí un artículo -muy controversial- titulado “¡Yo le apoyo Presidente!”. El Le Tournesol está en una calle muy conocida, la Rue de la Gaité (Calle de la Felicidad), célebre por estar atiborrada de viejos teatros minúsculos. Por esa calle transitan escritores con chaquetas de franela parchadas en los codos, académicos con los pelos totalmente despeinados -soñadores de una mejor Europa-, actrices en sus primeros roles -regias, emperifolladas, expectantes de las aventuras que les esperan. En la terraza de ese lugar yo me sentaba a comer carne cruda con huevo, alcaparras y vino, escribía mis artículos para un diario en un país remoto llamado Ecuador, y me extasiaba siendo parte de ese mundo bohemio e internacional. Yo era puro idealismo y romanticismo.
Genuinamente – y hasta ahora lo mantengo- consideraba valientísimo destapar las porquerías que Estados Unidos cometía. Entendía que era un mundo mejor aquel donde se sabía lo que ocurría. Y me daba orgullo de que mi pequeño país participara con acciones concretas en un conflicto de envergadura planetaria. “Sí señores, el Ecuador da, en contra de sus intereses y a pesar de la presión de grandes potencias, asilo a Assange. Sí señores, hoy me siento muy ecuatoriano, y estoy orgulloso que en nuestras pequeñas carnes tengamos el coraje de hacer lo correcto y defender lo justo”. Pero no era solo romanticismo. Había suficientes indicios de que Assange era víctima de una persecución política por causa de la información que reveló. Las normas de asilo amparaban la actuación.
Mi postura no cambió, se complejizó. El mismo Tratado sobre asilo y refugio político de Montevideo de 1933 que posibilitó nuestra actuación, prohíbe tajantemente la militancia política internacional de un asilado. “Mientras dure el asilo no se permitirá a los asilados practicar actos que alteren la tranquilidad pública o que tiendan a participar o influir en actividades políticas”. Y este hombre convirtió nuestra embajada en un centro de operaciones políticas disruptivas, justo en el corazón de una de las metrópolis faro de occidente.
Sí, conceder asilo tenía asidero legal; pero la ruptura de esa misma reglamentación implicaba la terminación de la protección. Simple. Pero mientras el Ecuador no lo hacía, mientras no aplicábamos la norma adecuadamente, volvíamos a ser un país subdesarrollado. El motivo de orgullo se convirtió en un motivo de vergüenza.
Pero ha pasado, y no es necesario estar en París para volver a sentir orgullo. Mientras escribo esto escucho “Walk on the wild side”, de Lou Reed, mientras miro al Pichincha, esa montaña que amo tanto. Amaneció precioso y brillante.