Imaginemos que después de 40 años de ausencia, durante los cuales no he recibido ninguna noticia del Ecuador, regreso al fin, me entero de mi obligación de votar en las próximas elecciones y de la oportunidad de orientarme escuchando un debate entre los candidatos finalistas, a quienes, desde luego no conozco. Veo entonces muy atento la transmisión del debate y decido… Pero ¿qué puedo decidir? Nada. Con lo que he visto y oído, no puedo decidir nada.
Quienes organizaron el debate y diseñaron su desarrollo no lo hicieron pensando en dar a los ciudadanos un elemento de juicio para tomar una decisión responsable: parecería que lo hicieron pensando en ofrecer un espectáculo. En lugar de presentar cinco preguntas esenciales bien concebidas, dejando que cada uno pudiera contestar cada pregunta en cinco minutos, con tiempo adicional para las réplicas y contrarréplicas, lo que hicieron fue presentar cada tema como una serie de preguntitas lanzadas como una ráfaga de metralla, para que las respondieran ¡en un minuto!, separándolas con unos videos muy inoportunos. Y para colmo, dejaron al final el tiempo suficiente para que los contendientes exhibieran ante el público su habilidad en el papel de bravucones. Aquello no fue una discusión: fue una tonta pelea de la que apenas quedará en la memoria de nuestros conciudadanos una frase pegajosa repetida hábilmente por uno de los peleadores. No deja de ser interesante, sin embargo, que el otro debatiente, repetidamente acusado de mentir, nunca aclaró que había dicho la verdad. En buena lógica, eso equivale a admitir la validez de la acusación.
En otras palabras, lo que vimos fue nuevamente un cruce de monólogos y un pugilato verbal. ¿En qué momento pudieron los candidatos rebatir las propuestas de su contrario, demostrando su imposibilidad o su inconveniencia? ¿Cómo puede el ciudadano identificar la propuesta más conveniente? ¿Cómo puede convencerse del peligro que eventualmente entraña una de las alternativas? ¿Es suficiente saber que la imagen de uno de ellos se parece demasiado a las imágenes de ciertos gobernantes que convirtieron un país rico en un país agobiado por la miseria?
La organización de un debate de este nivel debe tener un alto sentido pedagógico: el debate debe ser una escuela de ciudadanía democrática; una lección de racionalidad; una oportunidad de poner las ideas por encima de las pasiones. Lejos de eso, lo que nos ha ofrecido el CNE parece haber sido pensado específicamente para favorecer a la demagogia: dio la ocasión a que cada candidato no tuviera más remedio que lanzar al aire, como si fueran capillos, sus ofrecimientos de campaña, y regaló a la parte menos educada de nuestra sociedad un lamentable espectáculo semejante a una pelea de gallos. ¿Y así queremos que el ciudadano deposite en la urna un voto consciente e informado?
¡Menos mal que no he estado ausente 40 años y tengo muy clara en la memoria el último decenio!