César Montúfar / @cmontufarm
Ya es una voz común en distintos sectores políticos y ciudadanos del país invocar el derecho a la resistencia cuando se oponen o no están de acuerdo con una cierta política estatal.
Este, sin duda, es una de las innovaciones de la Constitución de Montecristi. Supone que los habitantes del Ecuador podemos declarar nuestra “resistencia” a decisiones estatales, lo cual no significa de ningún modo desconocerlas o no acatarlas. De hecho, la invocación de este derecho no trae consigo consecuencia alguna para las autoridades públicas “resistidas”, ni para las decisiones tomadas, peor aún, establece garantías que protejan a quienes lo reclaman. Un vacío que, como en otros casos, debería ser desarrollado por la justicia constitucional.
Pero en esta columna no quiero analizar las limitaciones y potencialidades del derecho a la resistencia en el ámbito constitucional. Pretendo destacar lo que considero son sus implicancias conservadoras y legitimadoras del estatus quo desde el punto de vista político. Aquello a pesar de que a primera vista se podría pensar que se trata de uno de los avances más importantes de nuestro orden constitucional. El problema es que si declarar el derecho a la resistencia frente a cualquier política pública no influye en nada sobre su desarrollo, la invocación de este derecho se convierte en una mera declaración de principio, que además excluye a quienes lo reclaman de la ejecución de aquello que impugnan.
Políticamente hablando, invocarlo significa que una decisión pública que potencialmente afectará a un segmento de la sociedad se ejecutará de todas formas a sabiendas de que hay personas que se oponen a ella o que la resisten. La decisión de la autoridad no tendría por qué cambiar, sino solo reconocer la existencia de personas opuestas a ella. Así, el orden vigente se fortalece y la autoridad que ostenta el poder consolida su legitimidad; quienes resisten, en cambio, se excluyen y su postura termina marginalizada.
Por eso pienso que el llamado derecho a la resistencia tiene consecuencias conservadoras; que invocándolo la transformación del orden vigente sale del debate y solo se salva la conciencia de los iluminados que se deciden por esa vía. Antes que resistir un Régimen autoritario, por ejemplo, los ciudadanos demócratas de una sociedad deberían intentar cambiarlo.
Optar por la resistencia puede ser éticamente lo correcto pero resultar políticamente ineficaz. Resistir no significa transformar una realidad no deseada, sino aceptarla y de esa manera abonar a su estabilidad.
Lejos de ser una herramienta de la democracia, la resistencia puede tornarse en aliada del autoritarismo, pues viabiliza la sustitución de la política por la ética personal. No me opongo al derecho a la resistencia como un derecho constitucional.
Considero, sí, que su abuso en la retórica política contribuye a legitimar el status quo, estabiliza el orden imperante y diluye la voluntad de transformación.