Hoy es Domingo de Ramos, primer día de Semana Santa. ¿Qué corona tiene el coronavirus para enmudecer los templos cristianos del mundo, apagar el fulgor de la liturgia católico-romana y darnos un domingo sin asno, sin Jesús entrando a Jerusalén, sin fieles ni ramos de palma? Ojalá que la Santa Sede pasara por televisión los ritos de la pasión, muerte y resurrección del Señor para consuelo de católicos practicantes y para dar esperanza a quienes se hallen descorazonados en este negro abril de Danza de la Muerte.
Si así fuera, veríamos a Francisco celebrar los actos litúrgicos con su propia devoción de fervor y desamparo. Benedicto XVI lo hacía con devoción elegante; San Juan Pablo II, con devoción fuerte; Paulo VI con devoción ansiosa; Juan XXIII con devoción cálida.
Lo encantador de Francisco es su desamparo. No es poderoso teólogo como Benedicto XVI ni brillante intelectual como Paulo VI ni anticomunista carismático y antifascista por haber vivido la aniquilación de su patria por el nazismo y los abusos con ella por el comunismo como Juan Pablo II ni adorable y sagaz como Juan XXIII. Francisco, argentino, no calza en el Vaticano pese a que es hijo de italianos. Y aunque es jesuita y, por tanto, con la mala fama de hipócrita y disimulado aunque no lo sean necesariamente, es, en el fondo, un jesuita auténtico como lo fue el padre general Pedro Arrupe, un vasco excepcional adelantado a su tiempo, depuesto de su cargo por Juan Pablo II, hecho inédito en 435 años de historia de la Compañía de Jesús.
Francisco es desdeñado de muchos porque es un buen pastor, que va tras la oveja perdida. Que es populista, dicen, y amigo de Castro y Maduro y superficial y pesado con su insistencia sobre los pobres y la dignidad humana. Si esto fuese válido, Jesús de Nazaret habría sido populista por sus milagros y endemoniado por su doctrina, como relatan los evangelios acerca de lo que sus enemigos decían de él.
¿De dónde saca su fuerza este anciano que cojea? Nunca un jesuita había sido Papa. Francisco es el primero. Y los jesuitas están forjados en los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola. El corazón de los Ejercicios es la meditación sobre Las tres maneras de humildad : “La tercera es humildad perfectísima, es a saber, cuando incluyendo la primera y segunda, siendo igual alabanza y gloria de la Divina Majestad, por imitar y parecer más actualmente a Cristo Nuestro Señor, quiero y elijo más pobreza con Cristo pobre que riqueza, oprobios con Cristo lleno dellos que honores, y desear más de ser estimado por vano y loco por Cristo que primero fue tenido por tal, que por sabio ni prudente en este mundo”. Claro que no todos la han practicado.
Las últimas palabras de Arrupe fueron: “Por el presente Amén (así sea) y por el futuro Aleluya”. Y podrían ser las de Francisco en su aparente desamparo. Y la nuestra, si el coronavirus llama a la puerta.