“¿Qué fue lo que pasó? ¿No fue la primavera toda mía?/ ¿Por qué me siento triste como el viento?/ Y ¿qué es ese alarido de campana/ que está dentro de mí, doblando a muerto?”
Su andar era furtivo como el de un muchacho que quería pasar desapercibido. Ladeaba su cabeza hacia el sitio aislado de sus cavilaciones y un cigarrillo pirueteaba en sus labios. En los juegos de básquet nos encandilaba con sus pases inusitados, igual que en sus clases de literatura, donde miraba a un punto fijo que nunca pudimos descifrar y, sin importarle nuestras algarabías, desmadejaba estupendas lecciones. Alguna rareza merodeaba el punto en que se concentraba su mirada. En el budismo zen se llama “dar en el blanco”. Acaso este pensamiento precisa ese mirar inalterable de Manuel Zabala Ruiz.
En 1962 publicó “La risa encadenada”. El humor abrasivo y sensible que signa su obra ya germinaba en este libro. Después vinieron “Laberinto”, “Teoría de lo simple”, “Variaciones del estío”, “Credencial de la semana”, “Del romance a la espinela”, “Sonetos del redondel” y otros. Intenso y risueño sondeo de los temas que aborda, catálogo de ironías, celebración de imágenes, espiral de palabras que va estrechándose en un vórtice donde prevalecen la risa y la melancolía, o, más bien, ese rictus teñido de tristeza que a veces se nos asoma al rostro: la sonrisa. “Dentro de cada ser alguien anda en puntillas/ recogiendo puñados de cosas olvidadas:/ y madruga a pasearse por los barrios del sueño/ y tiende ropa blanca en el patio del alma. / El día de la muerte se esconde en los armarios/ y pregunta a las gentes: ¿de quién es ese muerto?/ y en evidente angustia, al pie de nuestra cama,/ se juega una baraja con la cartas de duelo”.
Su poesía es luminosa, pero su luz, ciega. No es la paloma kantiana que, al advertir en sus alas la resistencia del aire, sueña con volar en el vacío. Su palabra salta, gira, cascabelea, enreda, cautiva, pero encoge; es desde la atadura del sueño y la reflexión desde donde emerge.
Almas en pena son los recuerdos. Fluidos espectrales que atraviesan la noche. Cabriolas de seres que dejaron “asuntos pendientes antes de morir”. Jamás sucesos o estampas completas, solo fragmentos, ciscos, efluvios, aromas de lo que fue. Entonces el tiempo deja de ser progresión y vuelve a ser lo que fue y es, primigeniamente, un presente donde pasado y futuro se apaciguan y renuevan. “Por más que me recuento, cada día estoy menos./ Una porción de agosto seré en la sepultura./ De mí parten repletas valijas de ilusiones/ en este tren de carga que no regresa nunca…”
“Como el movimiento en el círculo”, decía Raimundo Lulio, “así es la pena en el infierno”. La sonrisa de Zabala merodea ese círculo y su poesía es el juego de un niño con la delgada y trepidante línea que llamamos vida, nuestro único cielo, nuestro único infierno.