¿Qué podemos esperar de nuestros políticos y administradores públicos? Es una pregunta razonable que hoy mucha gente se hace, visto el panorama en el que nos toca vivir. Sentenciados, presos y prófugos conforman una trama que tiene cautivo al país. Da la sensación (pero ahora se agudiza más) de que la política se ha convertido para muchos (neocapitalistas de izquierda y de derecha) en una gran oportunidad para tentar a la fortuna y, en definitiva, hacerse ricos, más ricos de lo que ya eran. La ética no importa tanto y queda relegada a un segundo plano. Lo que importa es enriquecerse y mantenerse en el poder. Hacer trampa se ha convertido en un signo de inteligencia.
Por eso, pienso yo que el político ideal es el que ejerce una profesión y salta a la vida pública convencido de que la política no es más que un acto de servicio a la sociedad. No vive de la política sino para la política. Y, algún día, hará las maletas, y volverá a su casa y a su trabajo. ¿De qué dependerá? Pues, simplemente, de las urnas, de la confianza o desconfianza de los votantes. Los buenos políticos miran más a sus votantes que a su partido. Preocupados por el control, los aliados del país cayeron en la trampa y se olvidaron de que si hay que rendir cuentas sólo al partido, la corrupción sería el pan de cada día. Cuando las urnas y la opinión pública aprueban o rechazan a un político, pasan cosas muy curiosas. La canciller alemana Angela Merkel fue testigo de la dimisión de dos presidentes de la República y de varios ministros y ministras. Por pequeños casos de corrupción o, simplemente, por haber copiado una tesis doctoral. Historias parecidas vivieron Willy Brandt, Harold Macmillan y otros ilustres.
La diferencia entre una auténtica democracia y el invento populista es la impunidad política (y muchas veces penal) de acciones delictivas y corruptas que, en otros parajes, dejarían rojo al más pintado. Si no queremos perder una vez más la oportunidad que la historia nos brinda, deberíamos, frente a la política farandulera, de primar la claridad de las investigaciones, la independencia del poder judicial, la primacía del derecho y de la ley y, sobre todo, de la ética.
Seguimos rizando el rizo de lo que nos quedaba por ver. ¿Se dan cuenta la de cosas buenas que se hubieran podido hacer con el dinero robado o malgastado? La corrupción no significa sólo que unos sinvergüenzas roben; lo grave es que esa corrupción se traduce en una sociedad que ve malgastado parte de su futuro, que dilapida parte de su potencial para mejorar. La corrupción es una lacra, algo inaceptable. Pone los pelos de punta contemplar el desfile de honorables hoy cuestionados. Su vida fue una gran mentira. De Gaulle decía: “Los cementerios están llenos de hombres indispensables”. Los únicos indispensables, aunque duren poco, son los honestos.