Nunca antes de esta década perdida para el criterio de una parte de la población, o inmersa en el correísmo a ojos vista para otros sectores, se ha culminado con una sucesión presidencial, con un margen tan estrecho entre los dos candidatos finalistas: uno aspirante a la continuidad del poder absoluto instaurado que le ubicó como vicepresidente de la primera época de gobierno; o un retador de la oposición que intenta un espacio de ruptura del cerco que han ido construyendo para el continuismo, que atenta gravemente la vigencia plena de los principios de alternabilidad, en medio del cual funcionaría la necesaria fiscalización de los actos del actual poder político.
Es muy difícil tarea la emprendida por la oposición, porque se enfrenta al Estado-candidato, con una autoridad electoral marcadamente alineada al gobierno que cumple cómodamente estos diez años. Se han roto, definitivamente, los principios de distintas épocas republicanas, donde primaban otros valores de firmeza histórica; y, en consecuencia, estaban marcados de una tradición democrática evidente que protegía la voluntad popular sin limitaciones, ámbito en el cual se podían expresar con probada libertad todos los criterios opositores. Una prueba máxima y última constituye el margen o porcentaje mínimo para que triunfe una de las dos candidaturas, habida cuenta de que ya se ha instalado un escenario nada transparente, por parte del Consejo Nacional Electoral, que antes fue nominado como Tribunal Supremo Electoral para ubicarlo en una categoría de ejercer justicia en una materia tan delicada por ser el basamento firme de la vida democrática, y no situarlo como institución para dar y emitir criterios de valoración. En cambio, en la situación actual se está dejando al estado llano; esto es, al pueblo ecuatoriano en medio de una frustración que comienza con el empañamiento de la transparencia que debe mostrarse como telón de fondo necesario para una verdadera vida democrática.
El hecho cierto de que el candidato oficial del gobierno intente la continuidad para extender los ya suficientes diez años de ejercicio del poder absoluto, por cuatro más del mismo esquema, demuestra una tendencia muy peligrosa, porque afecta el principio de la alternabilidad que permite, a la vez que el cambio de personas, cumplir una necesaria fiscalización de esta larga etapa, en medio de un poder legislativo con asambleístas fieles al poder presidencial. Este equilibrio entre la Presidencia de la República y una mayoría suficiente parlamentaria de respaldo, debe llegar a su final de período, para nunca más repetirse para bien de la democracia ecuatoriana, que se sentirá respaldada por un candidato de los sectores mayoritarios del pueblo de las tres regiones continentales y de las islas Galápagos, y así recibir la sucesión presidencial del 24 de Mayo del 2017.