En 1957, Guayasamín, que venía de ganar la Bienal de Barcelona, obtuvo el premio al mejor pintor sudamericano en la IV Bienal de Sao Paulo, y de paso retrató a Juscelino Kubistchek, el presidente que estaba lanzando Brasil hacia el futuro y se disponía a inaugurar Brasilia en 1960.
Artistas como Marcelo Aguirre y Pablo Cardoso participarían en la Bienal en las décadas siguientes, pero sería un corredor el encargado de convertir a las calles de Sao Paulo en la principal pista atlética del Ecuador. Me refiero a Rolando Vera, triunfador por cinco ocasiones de la maratón de San Silvestre.
Pero la ciudad tampoco se quedaba quieta: tanto crecía que hoy, con sus 19 millones de habitantes, Sao Paulo es la capital económica de la primera potencia de América Latina, rascacielos de arquitectura deslumbrante brotan en distintas zonas, la vida es cara, el tráfico, endemoniado, y la prestigiosa Bienal convoca a maestros del mundo entero.
Al recorrer los tres pisos de su sede en el parque de Ibirapuera, me sorprendió el formato bidimensional de muchos de los trabajos, que incluyen fotografía, dibujo, textiles, collages y pintura, sí, óleos de los buenos y acrílicos sobre lienzo que no necesitan de explicaciones para generar un impacto estético. “¿Qué muestra habrá visto este incauto?”, se preguntará algún conceptual criollo informado por Internet de la propuesta ‘curatorial’ (término espantoso) donde se habla de “la inminencia de poéticas” y de “lazos y constelaciones de sentido” bastante arbitrarias. Pues nada, que tuve el buen criterio de ocupar dos mañanas de la cálida primavera paulista en apreciar a mi aire las obras de maestros del siglo pasado como el fotógrafo Sanders y la diseñadora de textiles Sheila Hicks sin leer previamente la propuesta ni las críticas especializadas para dizque entender lo que estaba viendo.
Porque, ¿quién ordenó que al arte había que entenderlo?
Antes de esta moda de curadores con un lenguaje más críptico que el de los sociólogos de mi generación, al arte había que apreciarlo, sentirlo, vivirlo, sin necesidad de leer enredadas guías.
Delatando este atropello, un artista ha pintado un grafiti: “¿Por qué, si son artes visuales, ahora los artistas hacen cosas que nos obligan a estar leyendo?”. Sí: ¿qué gusto se va a encontrar en la música, por ejemplo, si antes de oírla debemos leer un ensayo de lo que pretende el compositor?
Curiosamente aquí, a pesar de sus propósitos intelectuales, los curadores han cedido, enhorabuena, al poder de la belleza plástica.
Belleza que expresa a su modo la colonia otavaleña convocada por el cónsul Javier Ponce Leiva para celebrar, en plena avenida Paulista, el Día de Difuntos con guaguas de pan, colada morada, títeres, fotos y música andina. El diálogo intercultural alcanza así el corazón de la megalópolis.