Hace ocho días, Carlos Ochoa, superintendente de Comunicación, fue censurado y destituido por 119 asambleístas. Incumplimiento de funciones, alteración de la Ley de Comunicación – ordenó imprimir 300 mil ejemplares con modificaciones que le sirvieron para imponer sanciones-, mal uso de sus atribuciones, lesión del derecho a la libertad de expresión fueron los cargos. Días antes, el Consejo de Participación Ciudadana transitorio, en su primera acción de saneamiento ético, había dispuesto la destitución de titular de la Supercom; refrendaba así la remoción ratificada por la Contraloría que predeterminó irregularidades durante el paso de Ochoa como director de noticias de Gamavisión.
Algún momento se debería establecer la tipología de personajes públicos que engendró el correísmo e incorporar a la clasificación términos de su propia cosecha: entre otros, caretucos, ovejunos, multiusos, camaleones, reversibles o doble moral, compadres lindos…
Ochoa mostró en la Asamblea una prepotencia desproporcionada en relación con el tristemente célebre papel que representó: sin sonrojarse, hasta se declaró fidelísimo cultor de la ética y el derecho… Esa representación se cobijó en la Ley de Comunicación, uno de los instrumentos del anterior Gobierno para coartar la libertad de expresión, anular la crítica al poder y el control social y esquilmar la democracia. La Ley de Comunicación debería ser derogada. Nació con un espíritu sancionador y punitivo por los prejuicios contra los medios privados y el desconocimiento del papel de la prensa y los periodistas en la historia del país y, sobre todo, por el miedo a la crítica, el pensamiento plural y la libertad. Una imagen de ese espíritu, que nos retrotrae a la intolerancia de las dictaduras, es la del presidente de la República rompiendo diarios en las sabatinas.
Las Relatorías para la libertad de expresión de la CIDH y de la ONU y organismos de derechos humanos criticaron las disposiciones de esa Ley contrarias a los estándares internacionales en cuanto a libertad de expresión.
Las reformas podrán eliminar la Supercom, que ha actuado como juez y parte en procesos contra los medios, o aberraciones jurídicas como el “linchamiento mediático”; podrán corregir la discrecionalidad, las ambigüedades, las pretensiones de imponer una ética periodística desde el Estado; pero difícilmente podrán exorcizar el torcido espíritu con que nació la Ley, al menos si sigue vigente la “enmienda” constitucional por la que, entre el paquetazo legislativo de diciembre de 2015, los asambleístas ovejunos declararon la comunicación, derecho esencial de los ciudadanos, como un servicio público. Los frutos de cuatro años de la Ley Mordaza son el mejor argumento para derogarla, así como el papel cumplido por funcionarios como Ochoa.