Nos gusta que nos manden en vez de que nos gobiernen. Por eso preferimos, mil a uno, cualquier día de la semana, a los caudillos frente a los presidentes de verdad (por blandengues y timoratos). Por eso nos quedamos, claro que sí, con los gamonales y despreciamos a los administradores de la cosa pública. Amamos y admiramos a los caciques, y desechamos a cualquiera con aspiraciones de estadista (por aburrido y por monótono). Nos entusiasmamos con la mano dura, con la amenaza, con el insulto fácil y suelto de huesos, con el escarnio público, con la humillación mediática. Nos seduce la idea -la imagen- del gran jefe de turno a lomos de un caballo blanco, machete en mano o, qué mejor, pistola al cinto.
Nos cautiva el macho alfa. El que más grita. El que más vocifera. El que más agita las manos. El que se especializa en aspavientos. El más histriónico.
Nos gusta que nos subsidien. Para nosotros el Estado no es más que un barril (de petróleo, que no les quepa duda) sin fondo. Estamos enamorados de nuestros bonos hasta el mismísimo tuétano, de nuestros beneficios, de nuestras becas, de nuestros ministerios y de nuestras oficinas públicas. Somos antiliberales, iliberales en realidad. Nos importa un rábano que la libertad de expresión sea una especie en extinción. La división del poder, fundamento de la democracia occidental, no nos hace ni cosquillas ni hormigueos. Eso es cosa de gringos. Allá que se estesen. Mientras tengamos tarjeta de crédito para comprar una televisión a plazos, la vida valdrá la pena. Y si, de paso, nos alcanza para comprar un carrito, tocamos las puertas del edén. Toc, toc, toc.
Nos gusta que los políticos nos entretengan. Nos gusta que la política sea una ópera bufa, un sainete de exquisito mal gusto. Nos gusta hablar de política en voz baja, por si acaso fuera necesario cambiar de bando -cambiar de camiseta-, como se decía en los infames y aberrantes tiempos de la partidocracia. Nos gusta conspirar. Nos gusta especular. Nos gusta ser candidatos autoproclamados, entusiastas oradores de sobremesa. Nos gusta resolver los problemas del país sentados sobre una jaba de cerveza. Nos gusta salir a la calle cuando nos cabreamos. Nos gusta salir a dar cacerolazos, a refunfuñar en las radios, escribir cartas a los periódicos (a los periódicos que vayan quedando, al menos) cuando nos aburrimos de nuestros saltimbanquis, cuando nos dejan de divertir.
Así somos. Qué carajo. O nos aceptan como somos o los enjuiciamos por daño moral y por desacato. Váyanse a la #%$& (censurado). Nos aferramos a nuestras costumbres ancestrales. A nuestros derechos sagrados y adquiridos. Si no le gusta este artículo pase la página. Pum, pum, pum.