Me escribes tomando las precauciones necesarias para que no me quedé duda sobre tu escepticismo.
Me escribes con la convicción dura y certera de que vivimos la caducidad de la verdad y la agonía de la vergüenza. Me escribes con tal crudeza que me dejas sin palabras para replicarte y sin ánimo para desmentirte. Me dejas inerme porque yo, y casi todos, hemos evitado correr del todo el velo y dejar al descubierto un escenario en donde quedan solo desechos, lugares comunes y retórica barata de lo que algún día fueron ideas y valores por los que valía la pena pelear.
Tu carta es un manifiesto contra la hipocresía que nos abruma, contra el acomodo que nos pervierte, contra la cobardía, contra el abuso. Es una nota ardiente, inquieta, que en pocas líneas derrumba algunos íconos y otros tantos dogmas.
No puedo cuestionar tu escepticismo. Al contrario, lo entiendo y lo comparto, porque, como me dices en tu nota, es el resultado de un largo proceso de demolición de los referentes que unían a la gente, y de ese concepto perdido: la integridad.
Queda muy poco después de tanto tiempo de mentirnos, de apostarle al dogmatismo y a la sistemática negación de los sentimientos. Queda muy poco tras el necio empeño de tapar lo evidente, de callar la verdad y de apostarle a eso que llaman lo “políticamente correcto”.
No puedo cuestionar tu escepticismo porque eso es lo que alimentamos, porque no tuvimos la entereza de poner sobre el tapete la verdad y discutirla. Ni en la cátedra, ni en la prensa, ni en la política activa, por supuesto, ni en los cenáculos intelectuales, ni en los corrillos donde nacen los chismes, nos atrevimos a señalar con suficiente fuerza y persistencia que la verdad, la libertad, la justicia, la solidaridad, deberían ser, otra vez, los ideales de una sociedad que ha venido dando tumbos, negándose, falsificándose.
Me dices que hemos construido un sistema que se apoya en ficciones, y que se ha llegado al extremo de convertir a la libertad en mala palabra; que hemos endiosado sin ton ni son al electoralismo, cuyas mayorías anulan a las personas ¿Cómo es posible, me dices, que hayamos abdicado de la moral de la democracia, que es la tolerancia? ¿Cuándo ocurrió aquello de que la masificación y la propaganda derogaron la capacidad de discernir, la posibilidad de discrepar, el entusiasmo por debatir?
No tengo las respuestas, solo puedo decir que coincido contigo, y que debo admitir que hemos dejado que las cosas lleguen a extremos peligrosos, a puntos de no retorno, al menos para reconstruir una sociedad donde la integridad, el respeto y la buena vecindad sean vivencias, testimonios, certezas.
Espero que estemos equivocados, que nada de lo que me dices, y de lo que te respondo, sea verdad. Que todo sea un mal sueño.