El bandolero más famoso de la historia se llama Robin Hood; nunca existió, pero ha tenido muchas encarnaciones en la historia, la literatura y el cine. Desde la leyenda del bandido de los bosques de Sherwood, pasando por Naún Briones de nuestra novela Polvo y Ceniza, hasta el economista más leído de nuestro tiempo, Thomas Piketty, todos encarnan la idea de quitar a los ricos para repartir a los pobres.
La idea es seductora positiva y negativamente. Desde el polo positivo parece justo llevar a la realidad la proclama de igualdad de la revolución francesa y desde el polo negativo parece necesario eliminar la escandalosa desigualdad considerada como llaga mortal del capitalismo.
La brecha entre ricos y pobres es creciente a pesar de las utopías y pesadillas comunistas, el llamado a la conciencia de la doctrina social de la Iglesia y las regulaciones y limitaciones del mercado en el liberalismo económico. No, no somos iguales porque no somos producidos en serie, tenemos capacidades diferentes y somos libres. Si somos libres no seremos iguales; si queremos ser iguales, no seremos libres.
Para matizar el problema se ha distinguido entre igualdad de situación e igualdad de oportunidades, pero tampoco tenemos las mismas oportunidades. Cuando queremos ser iguales hablamos de la riqueza, no aspiramos a igualdad en la pobreza ni igualdad en esfuerzos y sacrificios.
Las sociedades que han podido reducir las desigualdades escandalosas, son sociedades en las que se cumple la ley, se castiga la corrupción, hay crecimiento económico, hay trabajo, el Estado garantiza los servicios, la educación, la salud y la seguridad. El factor más igualitario es la distribución de la riqueza mediante los impuestos y la solidaridad.
Si en el debate nacional se planteara un proyecto de país que resuelva estas cuestiones sin engaños, egoísmos ni demagogia, podríamos llegar a soluciones de sentido común que ofrezcan tranquilidad a los más ricos, seguridad a los más pobres y dignidad a todos.