Viendo a jóvenes y adultos pendientes del teléfono a cualquier hora y en cualquier lugar, pienso que el celular se ha convertido en el nuevo espejito mágico capaz de reflejar, sobre todas las cosas, la belleza y la valía de los millones de usuarios. Todo pasa por el espejo, lo mismo el perro que la abuela, la procesión del Corpus o el último chiste. Es la vida contada en directo de forma visible y evidente. ¡Adiós a la intimidad!, ¡adiós al comedimiento!, ¡adiós al pudor!, ¡adiós al buen gusto! ¡Bienvenidos al gran show del yo, a las efímeras historias que compartimos en la ficción de que nuestra vida le interesa muchísimo a los demás. ¿Será verdad? ¿Interesará nuestra vida o el nuestro será sólo un personajillo de quita y pon? Tiempo hubo en que la intimidad era como un santuario que sólo abría sus puertas a los iniciados en la amistad o en el amor. Ahora, la intimidad se ha convertido en un espectáculo que traspasa todos los confines de la tierra.
La pantalla del teléfono se ha convertido en el espacio de nuestro reconocimiento personal y así vivimos, dependiendo del “me gusta” y “no me gusta” de los demás, pero dependientes, al fin y al cabo. Sin dar demasiadas pruebas de nuestra valía, inteligencia o genio, hemos entrado a formar parte de la sociedad del espectáculo. Nunca como en estos tiempos dependemos del veredicto de los ojos ajenos. Es más, Narciso vuelve a mirarse en las aguas de su estanque, atrapado nuevamente por el qué dirán…
Me temo que en este, como en otros casos, la imagen sustituye el valor del yo más profundo. Conectado con miles de personas a través del sonido o de la imagen, te vuelves incapaz de intimar con ninguna. Tras el primer flechazo de amor o de simpatía, a las relaciones humanas hay que dedicarles tiempo, palabra y simbología. Mucha gente se manda flores y tazas de café que no huelen a nada. Para ser amantes, amigos o confidentes hay que llegar al fondo del alma. Lo contrario simplemente engorda nuestro narcisismo.
Me temo que hoy, inmersos como estamos en la sociedad de la imagen y de la comunicación epidérmica, las cosas irán agravándose, eso sí, teléfono en mano. Nos espera un mundo de narcisos con miles de seguidores, catapultados, por un momento, al mundo de lo virtual y de lo maravilloso. No estoy hablando sólo de mi vecino, sino de un fenómeno colectivo, capaz de configurar toda una cultura, especialmente entre los más jóvenes. Comprendo su entusiasmo telefónico (a mí lo del WhatsApp me parece un auténtico milagro), pero temo que su capacidad de amar se hipertrofie y, al final, todo se quede en el deseo de ser distintos. No sé si a ustedes les pasa lo mismo que a mí, pero la rapidez de los cambios apenas me deja margen para comprenderlos e interiorizarlos, ubicadas para siempre las imágenes en la nube (otro milagro), ya no tendremos derecho ni al olvido.