Este año 2018, el 8 de marzo, Día de la Mujer, ha tenido un significado y una emotividad muy especiales, sobre todo en lo que afecta a la igualdad de salarios: mismo trabajo, mismo sueldo. Es evidente que las mujeres cobran menos por tareas similares y que la brecha salarial entre hombres y mujeres, aunque ha disminuido, es todavía muy grande.
Los medios han publicado las imágenes y las historias de mujeres competentes, bien preparadas, con excelentes hojas de vida y responsabilidades que ya quisiera para sí un varón… Conozco los malabarismos de muchas de estas mujeres hacen entre horarios de trabajo, tareas domésticas, horarios de colegio, compras, lavadoras y meriendas. A veces, el primero de los hijos es el marido que, fruto de una mamitis desmesurada, está convencido de que él no nació para lavar platos.
Es verdad que el feminismo puede ser una simple etiqueta y que son muchas las cosas que se meten en ese saco, pero es evidente que la legislación tiene que ser real y efectiva y no sólo formal, es decir, en el papel. Lo cierto es que las mujeres tienen más dificultades para acceder al mercado laboral, llegan en peores condiciones y sus contratos son más precarios. Y todo ello sin contar con el ejército de mujeres que copan en grandísima parte la informalidad que se desparrama por las calles de nuestras ciudades y pueblos. Y sin contar con el trabajo doméstico no remunerado, mayormente en manos de mujeres.
El 8 de marzo me pilló a caballo entre Madrid y Roma, tratando de encontrar financiación para un hospital y para un fantástico proyecto de producción agroecológica, y pude comprender, dado el entudiasmo de personas, colectivos, organizaciones sociales y sindicatos, que la huelga pactada no era solamente flor de un día, sino parte de un proceso que se va extendiendo por el mundo a favor de un cambio de mentalidad que, año tras año, se va regando por todo el mundo.
Como quiera que abundan los despistados, más de uno se preguntará “pero,… ¿qué más quieren?”. La pregunta es enormemente expresiva, pues lo mismo denota ignorancia que temor a que la mujer, metida en el mundo del trabajo, de la empresa, de la cultura o de la política, ponga en peligro el puesto de trabajo de un varón peor cualificado y más mediocre. Y es que hoy toca defender el propio puesto no por ser varón o mujer, sino por ser competente, laborioso y propositivo.
No es que me sienta satisfecho del papel que la mujer realiza en la Iglesia, aunque sin ellas la Iglesia no hubiera sido la misma. En grandísisísima parte la Iglesia siempre tuvo rostro de mujer. Pero hoy, le guste o no a la cultura macha, hay que apoyar la lucha de las mujeres por encontrar su sitio. La brecha salarial es una deshonra. No es un tema de concesiones, sino de derechos. Y no hay derecho sin reivindicación más o menos costosa.