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No sé si entre nosotros se ha consolidado suficientemente el relato de los derechos de las mujeres. Lo dudo, porque una cosa es lo que se escribe y aquello por lo que se suspira y otra muy distinta es la realidad de la vida.
Me siento feliz cuando oigo que es importante regular la violencia de género y que debe castigarse sin contemplaciones el femicidio; y que hay que ir limando las diferencias salariales entre hombres y mujeres y que ya de una vez las mujeres deben de acceder a cargos directivos en todos los ámbitos de la vida, no por el hecho de ser mujeres (porque un idiota lo mismo puede ser hombre que mujer), sino por razón de capacitación, trabajo y experiencia.
Sobre el papel las mujeres van cambiando el paradigma del patriarcado, pero en la vida real la violencia contra las mujeres sigue dejando una estela de sangre, dolor y lágrimas. Llevo tiempo, unos cuantos años, tratando de que este espacio de opinión sea un espacio de libertad, por eso no dejaré de denunciar lo que siempre he considerado una gran vergüenza colectiva: el odio a millones de personas a causa de su sexo, sus ideas o sus creencias. No hay nada peor que la destrucción de vidas, oportunidades y sueños. Por eso siento que no hay macho, cultura o religión que pueda justificar el abuso de las mujeres. Lo que hay, muchas veces de forma camuflada, es poder, dinero y miedo a la libertad. ¿Por qué será que el abuso es endémico entre los hombres poderosos?
No quito el valor histórico de las mujeres silenciosas, laboriosas en el anonimato del hogar. Mi tía Tálida, que trabajaba en la casa como una burra, jamás pidió mi colaboración y creo que nunca la quiso. (“Tú a estudiar, que es lo que tienes que hacer”). Su no parar era su forma de vida saludable, su mecanismo para transformar las tristezas en alegrías y sus angustias en energías. Lo cierto es que gracias a su “trabajo improductivo” hizo posible que en mi familia todos nos preparásemos y fuéramos buenos y esforzados productores. Cuando entré en la universidad comprendí que la mitad de mi formación se la debía a ella. Por eso, aunque verla sometida me molestaba enormemente, siempre la he recordado con profundo agradecimiento y ternura.
Los tiempos han cambiado mucho y exigencia fundamental para cualquier mujer es ser ella misma, capacitarse, trabajar y comprometerse en la construcción de un mundo humano e incluyente, en el que todos tengan voz, voto y vida. Por eso yo, aunque me llamen pesado, sigo escribiendo a favor de las mujeres, convencido de que sin ellas no hay familia, ni mundo (ni iglesia) que aguante.
Las mujeres tienen derechos. Dios quiera que el mundo legal se transforme poco a poco en real. Lo bueno es que, a pesar de la lentitud del cambio, el elefante está dando vueltas por la habitación y ya no hay manera de ignorarlo.