Suena a nombre de partido o movimiento político, pero sólo se trata de un principio o valor que, de cara a las próximas elecciones, habría que tener muy en cuenta. Construir país no es sólo tarea de unos pocos, es tarea de todos, también del Estado de derecho, porque el bien común es la razón de ser de la autoridad política. Admiramos (y quizá envidiamos, aunque estemos a años luz de ellos) a los multimillonarios que ocupan los primeros puestos en la lista anual de Forbes. Pero ninguno de ellos, ni Amancio, ni Jeff Bezos, puede alcanzar por sí mismo el pleno desarrollo humano. De ahí deriva la necesidad de que las instituciones públicas y políticas sean las primeras en preocuparse de que todos podamos vivir con dignidad. Cuando el pueblo, asolado por necesidades, pandemias y latrocinios, le pregunta a los asambleístas ¿dónde están?, lo que está preguntando es ¿a quién sirven?
El principio de participación se expresa a través de múltiples actividades e iniciativas por medio de las cuales el ciudadano, personalmente o de forma asociativa, directamente o a través de sus representantes, contribuye a la vida cultural, económica, laboral, política y social de su comunidad. Piensen en lo que hacen hoy los regímenes populistas autoritarios: crear una inmensa red administrativa, una inmensa burocracia que sustituya la real participación ciudadana por una telaraña de edificios, burócratas, logos, carteles, vallas publicitarias, tarimas, banderas y mensajes pregrabados y pautados. Es el señuelo de la propaganda oficial, un auténtico detergente cerebral, al servicio de un pueblo de gigantes que apenas levantamos un metro sesenta y cinco. Para ser gigantes se necesita, no la machacona insistencia del líder de turno, sino buena salud, alimentación, trabajo, deporte y motivación crítica e interiorizada. La gran tentación de los regímenes totalitarios siempre fue la misma: negar el derecho de participación, romper el periódico crítico con el régimen o partirle la cara al disidente. La participación se convierte en una amenaza para el propio Estado.
En democracia la participación es una de las grandes aspiraciones de los ciudadanos. Y es, al mismo tiempo, uno de los pilares de cualquier ordenamiento democrático. Yo diría, incluso, una de las mejores garantías de estabilidad democrática. Toda democracia pide a gritos que seamos participativos, que no nos limitemos a dar el voto y dejemos al político que haga lo que le dé la gana, porque entonces puede que la deriva del político se aleje demasiado de las necesidades reales del pueblo. Mi tía Tálida, ilustre matrona, cuando veía a un político despistado, solía decir: “Ay, hijito, cómo se ve que la cabra tira al monte….”. De ahí el valor de los organismos de control. Que el partido fiscalice lo que quiera, bien está, pero es el ciudadano quien tiene que ejercer el control.