Medio en broma, medio en serio, siempre digo que, mal que nos pese, todos, como los productos envasados, tenemos fecha de caducidad. Y el final de la vida, como cualquiera de sus etapas, necesita por nuestra parte atención y aprendizaje. Me lo decía mi madre en su etapa terminal cuando, libre ya de cualquier otra preocupación, le tocó encarar su propia muerte: “Ahora me toca aprender a morir”.
Guardo de aquel tiempo el recuerdo agridulce que supuso contemplar cómo la mujer espléndida a la que tanto amé se iba disminuyendo y cómo la enfermedad la iba expropiando poco a poco. Pero guardo muy viva la imagen de su vida entregada y puesta, como una ofrenda, en las manos de Dios. Nunca como en ese tiempo experimentó ella (y yo a su lado) su humilde identidad.
Si algo he aprendido en momentos así es el valor del acompañamiento, esa experiencia honda y humana de ser el acompañante acompañado. Las sociedades de cuidados paliativos suelen tener un mapa de recorrido. Y es que, también al final de la vida, aunque el final sea corto, hay que hacer un proceso único y personal. No hay dos pacientes iguales porque no hay dos personas iguales y, precisamente por ello, los caminos a recorrer son diferentes.
Llega un momento en el que la medicina ya no puede curar, pero puede paliar y, sobre todo, cuidar. Ahí entramos todos, especialmente la familia. El cuerpo necesita cuidado (y para eso está la terapia del dolor), pero también lo necesita el espíritu. Hasta el final, el hombre experimenta la necesidad de amar y de ser amado, sobre todo en momentos en que la fragilidad y la debilidad invitan al desasosiego.
En esos momentos cobra fuerza la necesidad de la reconciliación, las heridas que uno arrastra sin ejercer la compasión a lo largo de la vida. Muchos experimentan la necesidad de reencontrarse con el perdón y con la misericordia de Dios. Y a nadie deberíamos de privar de semejante consuelo.
Y el legado. Algo que es diferente de la herencia. La herencia son las cosas que dejas, tus viejas joyas que se llevará la nuera que no te para bola. Herencia que frecuentemente es causa de división y de injusticia, de maltrato y abandono. El legado es otra cosa. Es lo que dejas en el corazón de las personas amadas, lo que nadie puede sustraer, robar o esconder. Por eso, la mejor herencia no es lo que dejas a tus hijos, sino ellos. Ellos son tu mejor herencia, lo que ellos son, aman y creen. A través de ellos, el legado pasará a tus nietos.
No sé qué será de mí ni cómo reaccionaré cuando me llegue la hora. Puede que el aprendizaje de la vida y de la muerte no sea suficiente. Espero agarrarme con fuerza a la experiencia de la fe, que no me exige tenerlo todo claro, sino sólo confiar. Es lo que siempre pido cuando las personas amadas se van… Que la barca de la fe las lleve a la otra orilla, allí donde las heridas de la vida se cierran para siempre.