Contradictoria y errática –por decir lo menos– se presenta la estrategia electoral del Gobierno. Da la impresión de que la lógica caudillista impuesta por la cúpula del oficialismo no empata con la retórica política de Alianza País… y mucho menos con las ilusiones programáticas de los escasos sobrevivientes de izquierda que aún pululan por las dependencias públicas.
El escenario parece un calco del análisis que hace José Sánchez-Parga a propósito del sistema político ecuatoriano heredado del neoliberalismo. Según este autor, la devastación de la política, provocada por la supremacía de las leyes de mercado aplicada al funcionamiento de la sociedad, no permitió otra reacción que el surgimiento de una democracia caudillista basada en la total personalización del poder. A la sofisticación del clientelismo político hubo que añadirle la necesidad de un Ejecutivo autoritario, que ignore tanto la representación política como las mediaciones institucionales. En esta lógica, el primer sacrificado fue el Poder Legislativo, que quedó subyugado a la voluntad omnímoda del Presidente. En un segundo momento, la concentración de poder en la persona del primer mandatario (el hiperpresidencialismo) también afectó a las instancias de decisión del propio Ejecutivo; entonces, los sacrificados fueron los ministros y funcionarios del Gobierno, cuya misión quedó reducida a un simple ejercicio administrativo. Lo paradójico de este esquema es que, para que funcione con cierta consistencia, está obligado a reproducir los mismos principios neoliberales de eficacia y competitividad que pretende combatir (Devastación de democracia en la sociedad de mercado, CAAP, 2011).
Se aclaran así varias de las decisiones tomadas por el Presidente en estos años: el sistemático aniquilamiento de la Asamblea Nacional como espacio natural de representación política de los ciudadanos; la descalificación de los partidos como mediadores entre la sociedad y el Estado; el agresivo hostigamiento contra autoridades locales –preferentemente indígenas–, que constituyen un contrapeso a la tendencia hipercentralista del Gobierno; y, finalmente, la prohibición a sus ministros de asistir a entrevistas en aquellos medios privados que no ha podido domeñar.
Este último punto no admite dudas. Desde la visión oficial, la sobreexposición mediática debe circunscribirse a la figura del caudillo, de modo que pueda monopolizar el protagonismo político y reforzar el vínculo directo y exclusivo con la masa electoral. Cualquier funcionario de alto rango podría distorsionar o deslucir la imagen y el discurso prolijamente diseñados por los estrategas de la publicidad correísta (a menos que asistan a espacios mediáticos debidamente controlados y programados desde Carondelet).