El miedo asedia al habitante de la urbe moderna. Es ese sobresalto que proviene de la inseguridad que engendra la propia ciudad; es la sospecha de que el enemigo se agazapa dentro de ella. En sus orígenes, la ciudad surgió como el ámbito exclusivo de una colectividad que decide organizar un vecindario sobre la base del respeto de normas de convivencia tales como la armonía social, la solidaridad y la defensa frente al peligro externo. De ahí la necesidad de la ciudad antigua de levantar murallas que la protejan de invasores e intrusos. El miedo procedía del mundo externo, de la barbarie que prosperaba extramuros, de la repentina irrupción del extranjero fiero y cruel.
En las ciudades posmodernas el miedo agobia al ciudadano cada vez que cruza el umbral de su casa, deambula por la calle o se le acerca un extraño. El temor está presente cada vez que toma un autobús, juega con los niños en un parque, entra en un banco o maneja su automóvil. Y si es mujer o anciano o tiene hijos menores que se trasladan solos de la escuela a la casa, el miedo es aún mayor. La ansiedad aumenta cada vez que los medios difunden noticias sobre crímenes, violaciones, secuestros, drogadicción, guerrilla, terrorismo. La crónica roja acrecienta la sensación de inseguridad y peligro.
El miedo urbano tiene su origen en la inhumanidad que segrega la propia ciudad enferma. Es la caducidad de los sentimientos de solidaridad, el extravío de los ritos de la vecindad. En esta desconexión, el individuo se repliega, defiende su reducido ámbito de libertad, alimenta su individualismo, ese manifiesto desinterés por los demás y por la suerte de la ciudad. A medida que la urbe crece, se desvanece la cohesión entre los barrios y sus habitantes. El habitante urbano salvaguarda su subjetividad intercalando distancias afectivas. Ciudadano solitario y desentendido gusta vivir en ciudadelas resguardadas, en edificios comunales atestados de familias. La seguridad ante todo. Y mientras mayor es el acercamiento físico, hay más cuidado por mantener distancias sociales y espirituales. El urbanista debería planificar grandes espacios en los que el citadino pueda descargar su hastío y tornarse más humanitario.
Esta actitud de reserva y distanciamiento del habitante urbano alimenta su desconfianza e indiferencia, dos de sus rasgos característicos. Apretujado en medio de la muchedumbre se siente solo y amenazado. En “El hombre de la multitud” Edgar A. Poe prefiguró la soledad existencial del anónimo peatón de nuestras ciudades. Antípoda de la “Civitate Dei” medieval, la megalópolis posmoderna es la exaltación del infierno geométrico hecho a la medida del homo technologicus, es la materialización de la conciencia degradada de los “detectives salvajes” que en busca de su propia sombra deambulan por los círculos de su averno surrealista.
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