Es entendible el miedo a ciertas verdades que sabemos son ciertas o que pensamos que pudieran serlo. Evitarlas contribuye, como todos sabemos y comprendemos, a protegernos del dolor y de la angustia.
Hay situaciones en las que pueda ser justificable evitar la verdad. ¿Qué beneficio trae, por ejemplo, a una hija que guarda un bello recuerdo de su padre muerto, enterarla de alguna falta que él hubiera cometido? ¿Es necesario informar de su enfermedad terminal a una persona muy anciana? Parecen casos en los que, lejos de “hacerlas libres”, la verdad pudiese hundir a esas personas en innecesaria oscuridad.
Pero aún aceptando que no es imprescindible que alguien conozca y enfrente verdades que le causarían dolor o inquietud, aquellos son casos de excepción. Más frecuentemente, cuando vamos a elegir entre opciones, crear expectativas, resolver conflictos, el acto de evitar verdades dolorosas conduce a construir sobre arena movediza.
Cabe preguntarnos, primero, si todos le huimos a la verdad. Creo que la respuesta es que sí, todos –bueno, casi todos- le huimos en algún momento. En su más mínima expresión, huimos de tanto en tanto, y tal vez solo postergamos, el enfrentamiento de una verdad demasiado dolorosa, como la muerte de un ser amado. En otros casos es una más frecuente debilidad, producto de un menor grado de desarrollo psicológico y emocional y, en consecuencia, de menor confianza en la propia capacidad para enfrentar el dolor, la vergüenza, la incertidumbre o la decepción de ilusiones que esa verdad pudiera traernos. Y en algunos, tal vez no pocos casos, huirle a la realidad se vuelve, en sí, una necesidad, una infeliz y timorata actitud que nace de la más profunda inseguridad.
¿Cómo podemos frenar o reversar ese malsano comportamiento? El desafío es ni más ni menos que el de tratar de llegar a ser adultos plenamente maduros, conscientes de nuestra condición humana que es frágil y finita, pero que aceptamos sin quejas ni protestas, y más bien con la serena voluntad de hacer bella la experiencia de vivir.
Y luego, ante el miedo que también solemos sentir de decir verdades que conocemos o que pensamos posibles, debemos preguntarnos si es legítimo decirlas a quienes prefieren evitarlas. La respuesta, creo, depende de cuál sea nuestra relación con esas personas. Si no esperan que asumamos responsabilidades frente a ellas, podemos a mi juicio dejarles mantener con vida las ilusiones que buscan salvar. ¿Quiénes somos, al fin, para querer obligarles a matarlas? Pero si confían en nuestro apoyo para enfrentar su presente y su futuro, creo que es deber ineludible, por difícil que resulta cumplir con él, ayudarles a conocer y a aceptar verdades que tal vez prefieran evitar.
No siempre es fácil ser buen amigo ni cumplir con las obligaciones de la buena amistad.
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