Era de temer que triunfara la mentira.
Durante tantos años, la mentira, convertida artificiosamente en verdad, dominó todos los escenarios, invadió todos los espacios, pretendió justificar lo injustificable y se constituyó en el discurso oficial.
En tales condiciones, era lógico que nos sumiéramos en el pesimismo. Y temíamos que ocurriera lo peor.
No sucedió. Ya los especialistas en temas electorales nos han explicado lo que afortunadamente ocurrió. Los factores que determinaron que uno de los candidatos casi triplicara sus votos, en tanto que el otro se estancara en el ritmo de crecimiento. Han analizado la votación por ciudades, por provincias, por regiones y nos han revelado las claves de las preferencias. Han hecho los cálculos sobre el traslado del voto de los candidatos descartados para la segunda vuelta a los candidatos finalistas; y cuál fue el efecto del voto nulo. Nos han esclarecido, en fin, los aciertos o los errores de las campañas que trascendieron decisivamente en el resultado final.
Podríamos decir que se ha analizado con inteligencia tanto el conjunto como los detalles de una realidad electoral compleja, como suelen ser estos procesos. Tales análisis deberán servir a los políticos que, en el futuro, quieran embarcarse en el albur de una candidatura.
Yo tengo una sola explicación de lo sucedido: se impuso la verdad. Esa verdad puesta a un lado, ignorada, silenciada, vilipendiada, ofendida, escondida, casi secreta, salió a las calles, se volcó a las urnas y decidió la elección.
Ese es el poder de la verdad. La verdad de un país, la verdad de la gente. Esa gente que, en la mañana del 12 de abril, se despertó con una sonrisa.
Reapareció el optimismo. Los temores, las dudas, las sombras habían desaparecido como por encanto. Y a pesar de las duras condiciones en que nos tiene la pandemia, de la crisis económica y del fantasma de la corrupción que sigue rondando en las dependencias públicas, empezó a respirarse un aire limpio. Fue un momento en que el Ecuador renovó su fe en el futuro.
Y por supuesto que la verdad no se construye ocultando los problemas debajo de la alfombra. Desconocer los problemas, negar su existencia o menospreciarlos es una estrategia de la mentira. Al contrario: a los problemas hay que ponerlos al frente, descubrirlos si están escondidos, e irlos resolviendo uno por uno.
La tarea no es fácil, ya lo sabemos. Pero estoy seguro que la verdad ayudará al gobernante. A distinguir lo honesto de lo corrupto, lo justo de lo abusivo, lo democrático de lo autoritario, lo necesario de lo superfluo. Le dará esa dosis de prudencia, pero al mismo tiempo de audacia, que una sociedad requiere para caminar hacia adelante.
Y, por último, parafraseando a Nietzsche, podemos decirle al mentiroso: ya no me preocupa todo lo que mentiste; pero sí te advierto que nunca creeré en ti.