Cuando sufrimos dolores físicos, lo lógico es acudir al médico para determinar sus causas y, una vez identificadas estas, dejar de sufrirlos. Sin embargo, debemos reconocer que muchas y muchos de nosotros no hacemos eso, confirmando lo dicho por John Maynard Keynes de que los humanos solo hacemos lo razonable luego de haber intentado las demás alternativas.
Es importante explorar las causas de ese irracional comportamiento, pues entenderlas nos ayuda a comprender por qué los problemas humanos tienden a perpetuarse, inclementemente resistentes a las buenas intenciones y a los más o menos serios esfuerzos con los que muchos han intentado darles solución. Creo que es aparente para la mayoría de nosotros que no vamos al médico, cuando deberíamos hacerlo, por miedo a que se confirmen nuestros peores temores: vaya a eliminarse cualquier posible duda de que, en efecto, tenemos tal o cual enfermedad o, si ya sabemos que la tenemos, que ha avanzado y estamos graves. Vaya a ser que tengamos que enfrentar la realidad.
¿Por qué ese miedo a enfrentar la realidad? Porque no nos consideramos capaces de manejarla, porque no conocemos o, conociéndolas, no confiamos en nuestras propias potencialidades. Ahí está, creo, la raíz del problema.
Hace algunos años, me encontré con un amigo en un vuelo en el que veníamos de Bogotá a Quito. Cuando saludamos, me comentó que algo bueno estamos haciendo –lo cuento modestia aparte- en la Universidad San Francisco de Quito, porque, según me contó, en el lapso de pocas semanas había tenido una conversación casi idéntica con tres de nuestros graduados, en las que él había preguntado “¿Sabes hacer tal cosa?” y los tres habían respondido “No, pero puedo aprender”.
Con frecuencia pregunto a mis estudiantes en la Universidad si creen que podemos cambiar el machismo, la prepotencia, el abuso de la autoridad y del poder, la intolerancia y otros defectos de actitud y de comportamiento que causan tanto daño en nuestras sociedades. Muchas y muchos responden que no … que “son culturales”, que “así somos”, que son consecuencia de defectos y deficiencias inevitables. Pero muchas y muchos otros responden, al contrario, que sí es factible cambiar todo aquello.
¿Se acuerda cuando aprendió a montar bicicleta? ¿Creía que podría hacerlo o, más bien, se moría de miedo? Y luego, ¿recuerda cuando papá o mamá o su hermano mayor, que venía sosteniendo la bicicleta, la soltó y usted logró mantenerse en equilibrio sin caerse? ¿Recuerda sentir la estupenda realidad de sus propias potencialidades?
Momentos como ese son los que más debemos recordar a través de nuestras vidas: los que confirman nuestra capacidad par enfrentar la realidad, con todas sus angustias y dificultades.