Que la sociedad avance en sus normas de convivencia es algo que se aplaude; es satisfactorio, por ejemplo, que las autoridades se hayan ocupado de garantizar el buen trato a los usuarios de los estadios, con decisiones que afortunadamente no se quedan en el papel. Todo ello refuerza la sostenida tendencia al mejoramiento del servicio.
Es plausible toda acción que mejore la calidad de vida y promueva el respeto a los derechos. Todos vamos a estar de acuerdo en que se regule la velocidad de circulación en las vías y, por lo tanto, se eviten accidentes que destruyen vidas y bienes. Sin embargo, eso no equivale a apoyar medidas extremas como la prisión por exceso de velocidad. Y en eso no hay doble moral sino un pedido de sindéresis entre la realidad, el ser, y lo deseable, el deber ser. Cuando la distancia entre el uno y el otro son muy grandes, los esfuerzos caen en el vacío.
Es difícil imaginar que una sociedad en la cual no se cumplen, porque a veces ni siquiera hay conciencia de ellas, las normas básicas de convivencia, esté preparada para ir a un estadio superior con eficacia y sin traumas. Si hoy los transportistas públicos no respetan ni paradas ni carriles, y no hay control sobre la contaminación del aire, ¿qué sentido tiene pasar a sancionar con cárcel a quienes exceden los límites de velocidad?
Es diciente que la Policía emitiera más de un millón de boletas de contravención, desde la vigencia de la nueva Ley de Tránsito, en agosto de 2008; de estas, el 73,8% no recibió sanción. Cientos de conductores conservaron los puntos suficientes para seguir manejando. A partir de la última reforma a la Ley (marzo de 2011), a las contravenciones represadas se les aplicó solo la multa y no la reducción de puntos, pues no estaba listo el reglamento que autorizaba talleres para recuperar puntos. Estos se abrieron recién hace dos meses.
Esa Ley dice que es obligación del Estado garantizar el derecho de las personas a ser educadas y capacitadas en tránsito y seguridad vial. Asimismo, establece varios derechos de los peatones, como tener preferencia en los cruces cebra, que sin embargo no se respetan.
Hay otras prohibiciones sobre el uso del pito o de los teléfonos celulares, así como sobre el consumo de licor en las vías públicas y en zonas de categoría turística que no se cumplen y ni siquiera se conocen. Lo mismo sobre mascotas, disposición de basura y escombros, solo para citar algunos ámbitos. Si no hay difusión ni aplicación de un sinnúmero de normas, no parece que tenga sentido avanzar en la penalización, excepto que lo que se busque sea un Estado más castigador, acorde con decisiones como aquella de frenar la ‘ludopatía’. De otro modo no se entiende el afán de llenar las cárceles con choferes y aumentar los delitos y las penas, que por otro lado se reducen por disposiciones como el dos por uno. ¿En dónde realmente está la doble moral?