En estos tiempos, en que el mayordomo del Papa alimenta nuestro morbo y dispuestos estamos a desenterrar a los Borgia, quisiera comunicarles una inquietud de fondo. Me refiero al tema de la mística.
Hoy me encuentro con muchos hombres y mujeres que afirman que Dios es un sueño; algunos incluso llegan a afirmar que es una pesadilla y que, solo cuando despertemos de ella, viviremos libres y felices. Yo, por el contrario, pienso que en los pliegues más hondos de la vida humana, nuestra intimidad se abre a la trascendencia, la cual nos compromete por encima de la propia vida. Más allá del agnosticismo que crecer en el mundo rico y satisfecho de la modernidad, yo intento vivir la experiencia de Dios, que se nos ha transmitido en Jesús. Guste o no a los nostálgicos de otros tiempos, ya no se puede mantener una fe viva basada en una cultura religiosa ni en una creencia solo heredada. Sin mística ya no es posible ser cristiano.
La experiencia de Dios no se da fuera de la realidad. Vivimos en un mundo roto por injusticias abismales, en el que los pocos que concentran los beneficios de la riqueza, del poder y de la tecnología están separados de los pobres por un abismo que cada día se ahonda más y más. ¿Cómo es posible, a estas alturas, que más de un millón de ecuatorianos viva con menos de dos dólares diarios? Para muchos la justicia, más que un derecho, es un campo de batalla…
La contradicción no está solo delante de nosotros, sino que atraviesa nuestra propia intimidad, fragmentándola en mil pedazos. La queja permanente, la añoranza de otros tiempos o el encierro en burbujas excluyentes no es un buen camino.
Nuestro desafío es orar en este mundo roto, porque la ruptura no es lo último de la experiencia humana. En los espacios rotos también crece la obra de Dios, allí donde parece que el desamor o la miseria tuviesen la última palabra.
En un mundo de satisfacciones inmediatas e intereses alienantes, tenemos que disolver con la mirada contemplativa y con el compromiso solidario la cáscara dura de la realidad para encontrarnos con el Dios clemente y compasivo. En su cuerpo se funden nuestros pedazos y se disuelven nuestras barreras. De la mano de Dios seremos capaces de gestar una experiencia más definitiva que nuestras luchas fratricidas, más honda que las mil anécdotas de consumo que alimentan nuestro ego y nuestro morbo.
A pesar de sus rupturas interiores y de sus evidentes equivocaciones a lo largo de la historia, la Iglesia ha sostenido desde lo más íntimo de su experiencia las certezas del corazón del hombre y la presencia del Dios encarnado. A la luz de esta pasión por el Reino y su justicia, muchos de los argumentos de descrédito de la Iglesia que hemos escuchado en estos días se vuelven especialmente ambiguos e interesados. Nada mejor que sembrar la duda: quienes habitan al amparo del Altísimo, ¿serán ángeles o demonios? Dejémoslo en personas que, más allá de sus defectos, intentan amar a Dios y al hombre aunque sea con el corazón roto.