Ahora que la Suprema Corte de México ha abierto el camino para la legalización de la marihuana, pues se debe “superar el paternalismo prohibicionista donde el Estado nos dice qué podemos tomar y qué no”, como explica un juez, recrudecen las voces que satanizan el humo de la ‘hierba’. Sin embargo, esos mismos moralistas no se hacen problema con el abuso de drogas que son mucho más peligrosas, tales como el alcohol o el poder.
No hace falta recordar aquí los estragos y las muertes causadas por el chupe. Vivimos en una cultura alcohólica. Basta ver a nuestro alrededor, o vernos en el espejo para darnos cuenta, de modo que no seré yo quien hable mal de una buena botella de vino, pero me molestan los prejuicios y la intolerancia del pensamiento neocuruchupa. Lo otro es peor.
Se ha dicho muchas veces que no hay droga más adictiva que el poder. Ni más antigua ni con efectos más devastadores… para los demás. Quien la prueba en una dosis suficiente suele transformarse, de un sencillo pastor de cabras o de un ciudadano común y silvestre, en un enviado de los dioses. En comparación con otras drogas estimulantes o alucinógenas que sobreviven en la sombra, el poder político tiene la particularidad de que sus adictos proclaman abiertamente, con orgullo y convicción, que necesitan otra dosis y que no la buscan por el placer y el beneficio que les proporciona, sino por el bien de los demás miembros de la tribu, súbditos, camaradas o como quiera que sean etiquetados quienes observan desde abajo el espectáculo del poder.
Eso, lo que en el bar sería otra ronda y en el amor un repituche, en la política se llama reelección y es muy practicada en África y en países como Cuba, Nicaragua, Bolivia o Bielorrusia, donde el mandamás presenta a su tierno hijo como heredero. No hay que hilar muy fino para deducir que, en esta comparación, reelección equivale a drogadicción, pero siempre en nombre del proyecto, como lo aclara Maduro, el cruel carcelero de Leopoldo López.
Hay más: a diferencia del alcohol o la marihuana que suelen ser compartidos en un plano de igualdad, el poder tiende a subordinar y excluir, magnificando la amenaza de un bando enemigo del que debe protegernos. Si bien comparte con otras drogas esa sensación de omnipotencia, en su caso es mucho más real, pues tiene la capacidad de vetar y perseguir a quienes consumen otras substancias, que él mismo define como malignas. El inmenso desastre causado por la política antidrogas impuesta por Estados Unidos está a la vista.
Frente a ello, el inocente pito que se fuma una pareja para disfrutar más del amor parece un acto angelical. Pero tampoco viene al caso elogiar las virtudes de un cáñamo que se consume hace tres mil años. Se trata de defender la libertad de elegir y el respeto al otro. Porque si vamos a prohibir adicciones peligrosas, empecemos por prohibir la reelección indefinida a cualquier función en cualquier lugar del planeta.