“Uno emplea toda su fuerza, atraviesa el umbral, espera la luz tras la penumbra gris en la que estaba, y sin embargo, tan solo halla una oscuridad impenetrable que lo rodea”, escribe Jean Améry, el pensador que teorizó y practicó el suicidio. Repudió la palabra “suicidio”, la acusaba de ser muy “usada” por psiquiatras y filósofos. Para escribir sobre el proceso previo a su partida voluntaria, prefirió una metáfora: “Levantar la mano sobre uno mismo”, breve y lúcido ensayo que condensa ese “momento previo al salto” que es prefacio y epílogo de un proyecto de vida suicidante (como él prefiere llamar a esas vidas).
Dos versiones sobre su final: la una, luego de cumplir 96 años, dijo: “¡basta!” y dejó de comer y tomar agua; la otra, que narra su postrer viaje a Salzburgo y, encerrado en una habitación de un hotel de paso, ingirió barbitúricos. La más aceptada es la segunda, pero, como él diría: “es lo mismo”.
“Estoy mirando el último poniente/ –dice Borges en El suicida–. Oigo el último pájaro./ Lego la nada a nadie”.
Imposible que nadie pronuncie la última palabra sobre el suicidio, hacerlo sería volver de aquello que sucede a la muerte. Así como el mundo del ser humano ‘feliz’ es opuesto al del infortunado, en la muerte el mundo no cambia, acaba. Pero, ¿qué es la felicidad sino, junto a la inmortalidad y a un orbe de iguales, las más engañosas utopías? La vida es dolor y júbilo, solo así es aprehensible.
Améry fue cautivo del campo de exterminio de Auschwitz, al salir ‘libre’ llevaba consigo el proyecto del suicidio y a este recurriría en su escritura hasta llegar a su propio final. Bitácora de un ser humano cuyo fin fue labrando durante todo su tiempo. “Levantar la mano sobre uno mismo”, en suma, es un sobrecogedor ensayo que condensa la ruta de un pensador que se prepara para morir el momento que él decida. “Imagínate –se queja a su compañera–, un estudiante me dijo: usted que escribe tanto sobre el suicidio, ¿por qué no lo practica? Yo le contesté: paciencia”.
Más allá de la historia, la ciencia, la psicología, la literatura o la sociología, “Levantar la mano sobre uno mismo” funda un texto que escudriña y agita la esencia del suicidio porque está escrito desde los confines de uno de ellos. Los sobrevivientes nada podemos aportar a este registro vivo de alguien que va desbrozando –lúcido, osado, imponente– su camino hacia el voluntario final.
En la adhesión del ser humano a la vida hay siempre algo más poderoso que todo su dolor. La muerte-suicidante (¿toda muerte?) magnifica cuando esta acaece el instante preciso y es susceptible de investirse de leyenda: ¿caminó sobre el mar Alfonsina Storni buscando su fin o se arrojó por una escollera? Vivir el instante y vivirlo de dos modos sincrónicos: como si fuera inacabable y como si fuera a extinguirse ahora mismo es, acaso, la más rotunda forma de vivir. La vida es lo único que poseemos, así a veces sea de insensatos conservarla.