La película “La zona”, en la cual no se sabe si son más numerosos los refinados habitantes o sus guardaespaldas, acude a mi memoria al recordar a Paul Marggraff. El fotógrafo se había recluido en un recinto “exclusivo” de un valle de Quito. Una tarde que fui a visitarlo, me espetó, palabras más, palabras menos: “Aquí hay mucha seguridad, belleza, paz, pero nadie conoce a nadie; vivo entre fantasmas”. A pocas semanas, Marggraff fue hallado muerto, sin que ningún prójimo hubiese oído sus gritos de auxilio.
Hace algunos años se habló de convertir a Quito en una ‘ciudad para vivir’. Se organizaron seminarios y debates con expertos extranjeros y nacionales; se conmocionó el ambiente capitalino con toda esa parafernalia que aparece en el contexto de algo ‘novedoso’. ‘Quito, una ciudad para vivir’ tuvo un irrisorio apoyo de los habitantes, la mayoría no tuvo ni la más difusa idea de lo que se trataba, y los colectivos humanos, hacinados en los sectores indigentes, seguían inventando insólitas formas de sobrevivencia. Por ese tiempo apareció el primer reportaje sobre los ‘hombres ratas’ que vivían en el inframundo de las alcantarillas de los túneles de San Diego, que partían en dos la ciudad.
Con base a este hecho, se prodigaron comentarios en el sentido de que, mientras el tugurio continúe siendo la enseña de la miseria citadina -cada día más creciente a medida del oleaje migratorio y las turbiedades de todo orden-, aquello de una ‘ciudad para vivir’ carecía de verdad. La ciudad había crecido sin un diseño que la salvara de la multiplicación vehicular; la desaforada avanzada de los rascacielos más feos y fieros (con excepciones de rigor); el éxodo de familias hacia los valles alejándose del ruido, peligros, olores de una ciudad que se estiró feniciamente sin cuidar la belleza arquitectónica que alguna vez tuvo. Detonaron los circuitos privados con mansiones dignas del primer mundo, a las cuales tenían acceso únicamente sus dueños. Guardias, alarmas, centros comerciales y panteones cinco estrellas los decoraron, sin que sus venturosos propietarios pensaran un instante que el afuera comienza siempre adentro.
Vecindad, afabilidad, comedimiento -insignias de los quiteños- no solo se eliminaron de las ciudadelas elitistas o de los barrios de estratos medios, sino de todo el territorio citadino. Ningún tiempo pasado fue mejor, toda capital está destinada a ser devorada por secuencias buenas o perversas; este no es sino un relatorio del caos en donde chapoteamos.
La fiebre obsidional (enfermedad posterior a crisis profundas), que irriga la globalización a nivel planetario, es más aciaga en los países eufemísticamente nombrados tercermundistas, pero esta puede generar el colapso con regímenes como los del socialismo del siglo XXI que erigen el “estado de propaganda” pero también el “estado de sitio del espíritu” conductor de la quiebra integral de una sociedad, como Paul Virilo señala en su libro “Ciudad pánico”.