Pocas veces como hoy Ecuador se da de bruces contra una realidad incalificable. La semana anterior la jueza encargada de la causa ha llamado a juicio ni más ni menos que al ex-presidente de la República Rafael Correa por el delito perpetrado en contra del político Fernando Balda. La resolución de la Magistrada tiene un alcance inmenso por dondequiera que se lo mire. Si el ex–mandatario tuviera razón y el proceso estaría viciado por tratarse de una mera persecución política, habría que pensar el estado de indefensión en que se encontraría cualquier ciudadano común y corriente en caso de tener que enfrentar a una justicia que se presta para esos fines; con el añadido que los actuales jueces forman parte de una Corte reconformada precisamente en tiempos del actual imputado, con las observaciones que hubieron a dicho proceso porque se afirmaba que se trataba de una entidad conformada con personas muy cercanas al régimen anterior. Sería una situación de desamparo total.
De otro lado, si la resolución de la jueza se sustenta en indicios ciertos y graves que le han llevado a la convicción que el delito cometido no se habría podido realizar si el señor Correa hubiese estado desatendido del mismo, no cabe en la mente que una persona investida de la más alta representación del Estado pueda haber sido informada de tan execrables hechos y no haya actuado en el acto impidiendo su ejecución y castigando a los responsables de tan protervas acciones.
En uno y otro caso el país mira absorto cómo es posible que hayamos llegado a esta situación. Lo que nadie a esta altura discute, y en sí mismo el hecho es una barbarie, es que el delito existió.
Con los aderezos propios de las particularidades nacionales. Se entregó dinero para el hecho con cargos y registros a cuentas reservadas, se emitieron cheques oficiales, se alquiló un vehículo con pico y placa para el cometimiento del crimen, se contrataron a delincuentes que no conocían la ciudad donde iban a cometer el ilícito y que, ni bien recibieron el pago, lo festejaron publicitándolo por las redes sociales. Una pieza digna de risa y/o espanto.
El solo hecho ya es indigno. Inaudito que organismos destinados a la seguridad del Estado se presten a esos fines. Impensable que quienes estuvieron a cargo de esas entidades por órdenes directas o por tratar de agradar a su superior hayan instrumentado ese crimen. Esto nos lleva a lo anterior ¿existe algún ciudadano que luego de estas revelaciones piense que él o su familia está a salvo de la inquina de algún funcionario público al que le desagrade?
El asunto tiene una relevancia primordial y hay que destacar que el mismo pudo llevarse a efecto porque desde Carondelet, en la década anterior, se impulsó una cultura de odio y enfrentamiento. Asombroso que quienes impulsaron o se hicieron de la vista gorda ante estos hechos aún conserven algo de respaldo popular.
Si alguna lección debe dejar esta penosa experiencia es que hay que recordarles a los ciudadanos hasta donde puede llegar el abuso si en un Estado sus funcionarios actúan por fuera de la ley.