Así firma su creación visual Roberto Mamani Mamani (Kala Kala, Cochabamba, Bolivia, 1962). Sus tres mundos –de él y el de su arte– son tejidos por el tiempo. El de arriba, Apalacha: cielo, sol, luna, estrellas; el nuestro, Acapacha, poblado por seres humanos, animales y plantas; y el de abajo, Mancapacha, morada de los abuelos, amautas (sabios), guerreros, y ese pergamino inacabable donde todo lo ocurrido está grabado.
Heredero de culturas milenarias (quechua-aimara), su ancestralismo discurre por su vida y su obra. “Nosotros nos ocupamos de todo, los occidentales solo del hombre”, dice; el rostro: tierra, viento y frío. Mamani Mamani descifra su cosmovisión andina mediante figuras, códigos, simbologías, signos y tonalidades incendiadas por un fuego recóndito y antiguo. La forma alcanza el ser, los elementos especioplásticos (aquellos que conjuran la obra de su arte) cobran su propio significado y los colores, reverberaciones intermitentes.
Memoria y armisticio con el entorno originario. Apoteosis del cielo, la tierra y el ser humano. Celebración y retozo de sus antepasados. Tiempo redimido. El color para Mamani Mamani es la mujer, el hombre, la esperanza. Triunfo del fuego sobre las tinieblas. La vida según nuestros pueblos primigenios es siembra y cosecha, conciliación con la naturaleza.
Mamani Mamani desciende de los quilmes, guerreros que defendieron su territorio hasta que fueron extinguidos por la conquista. Sin embargo –cuenta la historia que no se cuenta–, millares caminan aún por los espacios que fueron suyos. Ritmo y rito. El color migra del lienzo antes de estallar en sí mismo. Quizás lo heredó del Imperio jacha del cual proviene y que se difumina en el tiempo. Aleaciones, dilucidaciones, colisiones, en sus fuentes iniciales: la obra de Mamani Mamani.
“Todos los nombres son un solo nombre./ Todos los rostros son un solo rostro./ Todos los siglos son solo un instante/ y por todos los siglos de los siglos/ cierra el paso un par de ojos”.